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    Cannes 2013: Cómo sobrevivir al mejor festival del mundo

    Alejandro G. Calvo ya está en Cannes dispuesto a bombardearnos con sus crónicas diarias desde la Croisette. Aquí va la primera a modo de prólogo, un resumen casi metafísico de cómo sobrevivir (o no) al Festival de Cannes que se podría resumir en: hambre, sueño y un millón de películas.

    ¿Se puede sobrevivir a Cannes? Es una pregunta que, año tras año, no dejo de plantearme tras las maratonianas y exhaustivas jornadas a las que los cronistas allá desplazados debemos someternos a modo de placentero hara kiri. Y es que Cannes, al margen de ser, probablemente, el mejor escaparate del cine de autor contemporáneo -gustará más o menos dependiendo tanto de la cosecha anual como del afilado ojo de los programadores del certamen-, es también una auténtica trituradora de periodistas y críticos de distinta nacionalidad, espíritu y pelaje. Me explico: para un periodista mínimamente curioso –no entran en dicha categoría afamados cronistas (por decir algo) de periódicos nacionales cuya desgana a la hora de enfrentarse a los visionados es pareja a la antipatía que les produce el cine de autor- y que sea capaz de controlar su apetito (en ocasiones sobrevivimos al borde de la inanición), lo normal sería el ver de cuatro a cinco películas diarias (a no ser que el director filipino de turno nos entregue uno de esos temibles tour-de-force anti-narrativos que superen las cuatro horas de duración; este año tenemos a Lav Diaz con los 250 minutos de Norte, hangganan ng kasysayan), sumándole el tiempo que dedique a escribir la crónica diaria y, en los casos más extremos, a realizar entrevistas a lo largo y ancho de la Croisette. Teniendo en cuenta que el festival dura doce días y que los primeros pases arrancan a las 8,30 de la mañana (uno debe llegar a la sala, como mínimo, media hora antes del pase, bajo riesgo de encontrarse con una sala llena a rebosar y, por consiguiente, destinado a recuperar la película en algunos de las infames "proyecciones del día siguiente"), el lector se podrá hacer a la idea del brutal desgaste, tanto físico como mental, al que nos enfrentamos los cronistas-masoquistas que cada años vamos a Cannes con la esperanza de encontrar esa película capaz de revolucionar el panorama cinematográfico contemporáneo.

    Vuelvo sobre mis pasos: cada uno vive Cannes a su manera o, mejor dicho, cada uno entiende el compromiso con sus lectores de una forma determinada. De ahí que no deba extrañar las crónicas de algunos periodistas donde, más que hablar de películas, se dedican a comentar los menús surtidos de ostras de tal o cual restaurante o a comentar lo extravagante que fue la fiesta de tal o cual película. Eso, por otro lado: no es el mundo real. O, al menos, es tan extravagante como dormir en un hotel con cama de matrimonio y desayuno incluido. Lo normal para un periodista desplazado en Cannes es compartir piso/apartamento y tratar de no arruinarse en el intento. El precio medio para dos semanas en un piso que no se caiga a pedazos (en un radio de 30 minutos andando al Palais donde se celebra el grueso del certamen), donde entren cuatro personas y haya, al menos, un baño es de 2.400€ (aproximadamente). Si a eso le sumamos los precios desorbitados de los restaurantes que, en temporada del festival llegan a triplicar su precio normal, condenando a la mayoría de prensa y profesionales a alimentarse a base de fast-food, crêpes indigestas, döners y comida china/japonesa/tailandesa/vayaustedasaber. Cómo será la cosa que al final uno hasta aprende a vivir con una comida al día, a ser posible en tu piso semi-derruido, y tirando de latas de atún y pan de molde. Todo ello, claro, mientras malvives en una ciudad que, literalmente, exhibe lujo y glamour a cada paso: limusinas, estrellas de Hollywood, popstars, tiendas de lo más chic, fiestas con vasos de hielo con modelos (y variantes) bailando descalzas en la playa y disparándose con pistolas de agua... son dos mundos en un mismo espacio cuadrado, la manera de diferenciarlo: la acreditación de prensa colgada del cuello del individuo u individua con ojeras y ropa fuera de talla.

    Así que, siempre nos quedaran las epifanías. Ese saber que estás a punto de ver una película antes que nadie y que, por lo tanto, tu impresión en forma de palabras inconexas en la crónica del día será de las primeras reflexiones que se publiquen sobre ella. Ese momento sublime en el que, tras pasar la cortinilla del Festival -siempre la misma: una alfombra roja que crece en unas escaleras que acaban en el firmamento-, aparecen las primeras imágenes de, no sé, Malditos bastardos, Two Lovers, Drive, El árbol de la vida o Holy Motors (por citar algunas de las experiencias que con más fuerza recuerdo). El salir del pase conmocionado y empezar a discutir a pie de calle con los compañeros/colegas para contrastar opiniones: sentimientos de euforia cuando coinciden, de decepción cuando no, de risas cuando reconocen que "joder, me he quedado dormido". Asimismo también está esa maravillosa experiencia que reside en descubrir esa pequeña joya oculta en una programación inundada de títulos: mensajear a los amigos que se la han perdido para que corran a verla en el siguiente pase (en el caso de que lo haya, que no siempre es sencillo: recuperar una película en Cannes es un auténtico dolor, especialmente si tratas de colarte en un pase "de mercado" para distribuidores donde el periodista es el último mono), reivindicarla con fiereza en tu crónica por delante de los títulos oficiales, tratar de poner en palabras películas como Canino, Take Shelter, Turistas, Room 237...

    Y los días pasan. Y tú te vas dejando la piel en cada crónica. Y ya no son seis, sino cinco las horas que duermes. Y tienes que morderte la mano para no quedarte frito en la última película de Naomi Kawase. Y te indignas sobremanera porque han seleccionado en la sección oficial la última de Isabel Coixet (pasó con Mapa de los sonidos de Tokio) o porque repite en Un certain regard el impresentable de Lou Ye. Pero aún es más fuerte la indignación cuando lees en crónicas de compañeros que abandonaron la película a medio metraje terribles diatribas contra el cine que, precisamente, no vieron. Y así vas corriendo de lado a lado de la Croisette, de la Quincena al Palais Debussy, de la Sala Miramar a los cines Les Arcades. A veces porque tienes muchas ganas de ver el último documental de Frederick Wiseman, otras porque has escuchado en los pasillos del Palais que la película de Valerie Donzelli es una obra maestra (de hecho, el comentario que más se repite entre los compañeros es "ésta es la del festival"; y es que a veces nosotros somos nuestro principal enemigo). Y al día siguiente otra vez madrugón. Y pasar los controles de acceso al cine (modo aeropuerto), donde como en seguridad te encuentren una galleta o un cuentagotas de colirio te lo tiran a la basura. Y hay empujones y carreras para ver Piratas del Caribe 4 (real como la vida misma). ¿Y qué haces cuando tienes una hora libre? ¿Comer? ¿Dormir? ¿Adelantar crónica? En absoluto, coges los cuatro programas y tratas de ver qué echan en Cannes Classic, en la Semana de la crítica, hasta en el Cine en la playa. El mundo real es una entelequia. Ya podría haber estallado una revolución en tu país (lo que no iría nada mal, por otro lado) que no te darías ni cuenta. Sólo importa la próxima película, si da tiempo o no a comerse otra horrible crêpe o, en su defecto, un cubo-pasta (el fast food italiano que sirven macarrones en salsa explosiva en tetrabrik) hasta el siguiente pase, el tratar que tu crónica tenga cierta coherencia, que no se convierta en un cúmulo de pulsiones mayestáticas donde sólo quede claro lo contento o enfadado que estés. Tratar de conciliar el sueño tras un día atroz, donde pasas de cero a cien y viceversa. Hacer el planning del día siguiente y rezar, cada noche, para que el festival termina de una vez por todas. Pero, ay, cuando acaba y toca regresar al mundo real. Amigo, eso sí es duro.

    Música de fondo: Justin Timberlake

    Alejandro G. Calvo

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