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    Festival de San Sebastián Día 2: Alex De La Iglesia y Terry Gilliam, dos miradas a la locura

    'Las brujas de Zugarramurdi' y 'The Zero Theorem' elevan el nivel de desbarre de la Zinemaldia. Ya en un entorno más calmado vimos 'Le Week-End' de Roger Michell. De momento, todo muy bien.

    Para Alex de la Iglesia estrenar en San Sebastián es, como quién dice, jugar en casa. Director de excesos conocidos por todos y con un sentido del humor de un salvajismo a pie de calle, este clásico ya del cine español presentó ayer en la sección oficial no competitiva Las brujas de Zugarramurdi; algo así como su retorno a la comedia satánica que tan buenos resultados le ha dado en el pasado: El día de la bestia, Perdita Durango. Lo mejor de la cinta, digámoslo ya, es su bárbaro arranque. En él vemos como las estatuas humanas de la Puerta del Sol realizan un atraco a una de las tiendas de "Compro Oro" de la zona (las hay a decenas). Una secuencia tan violenta como desternillante coronada con un estupenda fuga en taxi donde los diálogos de Jorge Guerricaechevarría y el propio de la Iglesia brillan por su afilada hilaridad (mención especial para un autoparódico Mario Casas en lo que es, sin duda, su interpretación más divertida) (sí, habéis leído bien). El problema surge cuando el andamiaje fantástico hace presencia en la película. Hasta entonces la acidez de los planteamientos argumentales –continuos ataques hacia las (ex)esposas, los abogados de divorcio y, en sí, la propia institución del matrimonio- se bañaba en una screwball comedy de losers del S.XXI que tanto hubiera gustado a Ramón del Valle-Inclán como a Pepe Rubianes; para cuando los sufridos protagonistas llegan a la localidad vasca de Zugarramurdi, donde les espera la estirpe de brujas encarnadas por Terele Pávez, Carmen Maura y Carolina Bang, es cuando se desata todo el disparate espectacular de sensualidad, bizarrismo y cuchufletas que a de la Iglesia le ha parecido a bien componer. Una hecatombe con grandes momentos humorísticos pero que no evita desinflarse cuanto más aparatosa se vuelve. El caos reina, claro. Pero eso no tiene porqué ser algo necesariamente bueno (y hablo como un fan absoluto de, por ejemplo, el final de Balada triste de trompeta; para el que esto firma, la mejor película de Alex de la Iglesia junto a Muertos de risa).

    Las brujas de Zugarramurdi

    Surgida de, una vez más, las cenizas del proyecto maldito The Man Who Killed Don Quixote; Terry Gilliam regresa con The Zero Theorem a su perenne obsesión orwelliana donde en un futuro distópico la humanidad malvive controlada por un poder superior –nunca aclarado-, sometida a exhaustivas e inacabables jornadas de trabajo y donde las relaciones personales prácticamente han desaparecido en una era (según palabras de su director) post-Facebook. Si en Brazil a la obsesiva hormiga con la cara de Jonathan Pryce se le venía el mundo encima al soñar con una joven idílica en un mundo sometido por las máquinas y las pantallas de televisión, en The Zero Theorem el personaje al que da vida un alopécico Christoph Waltz vive extasiado a la espera de una llamada telefónica que le explique de una maldita vez cual es el puñetero sentido de la vida. Un regreso de Gilliam al territorio analógico –tras su experimento con los paisajes digitales en El imaginario del Dr. Parnassus- construyendo unos artesanales escenarios barrocos, mezcla del paraje post-apocalíptico, los residuos de la era de las computadoras y el futurismo asilvestrado de la ciencia-ficción de los años sesenta. Al igual que le ocurre a otros genios de avanzada edad como Abel Ferrara o Bernardo Bertolucci, Gilliam se despoja de todo artificio o complicación financiera al rodar una pieza de cámara –pocos actores, menos escenarios, un relato que da vueltas sobre sí mismo- donde pervive impoluto su siempre contagioso imaginario. Un viaje hacia la locura –la misma que anidaba en los viajes psicotrópicos de Hunter S. Thompson o en la lógica descompuesta del Brad Pitt de 12 monos- que, pese a todos los altibajos y reiteraciones que uno le quiera ver (hay también algo del Fellini postrero)- sigue siendo una auténtica delicia de disfrutar. Y eso pese a lo enfermizo y psicótico de una trama que arroja una mirada sobre la humanidad tan descarnada y desesperanzada como siempre.

    Le Week-end

    Ya como película que opta a la Concha de Oro vimos Le Week-end del británico Roger Michell (aún recordado por ser el director de Notting Hill, pese a que tiene en su haber entrañables comedias adultas –el AOR del mainstream cinematográfico- como Hyde Park on Huston o Morning Glory), presentando un fin de semana en parís de una pareja entrada en años tratando, en cierta manera, de salvar su propio matrimonio sin quemarse en el intento. Un compañero de la prensa me decía que podría ser la cuarta parte de la saga tejida por el trío Richard Linklater-Ethan Hawke-Julie Delpy… lo que serviría para situarla a nivel argumental y poco más, ya que la sensibilidad e inteligencia de Linklater es bastante más afilada e incisiva que la de Michell. Pero que no se confunda nadie: Le Week-End, pese a su más bien temible título, es una comedia romántica bastante superior a todas las que nos llegan de Hollywood. Con unos diálogos que bordean el delirio, la acidez y el propio melodrama, a cargo del escritor Hanif Kureishi (¡y director! Que ya nadie se acuerda de la lejana Londres me mata), la película es una descarga ligera que ahonda con estilo en los lógicos problemas de pareja que surgen tras décadas de convivencia. Comedia amable, bonita (ay, qué palabra más peligrosa) y directa, tiene su mejor baza en su dúo protagonista: los veteranos Jim Broadbent y Lindsay Duncan cumplen con nota su papel. Y, como se oía al salir de la sala, ya son los primeros favoritos para ganar las Conchas de interpretación (ese premio que siempre suelen ganar actores españoles, por otra parte).

    Alejandro G.Calvo

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