Mi cuenta
    José Luis Guerín: “Se ha confiado demasiado en la elocuencia de los silencios y los tiempos muertos”

    Entrevistamos a un cineasta seminal en nuestra cinematografía: José Luis Guerín. Su última (y maravillosa) película, ‘La academia de las musas’, ya está en los cines. Corran a verla.

    Es curioso que viviendo en tiempos tan pragmáticos te haya quedado una película tan alegórica.

    JLG- La decisión de hacer esta película casi te diría que no es mía o que yo no decidía. Empezó un poco como un experimento, mi amigo, el profesor Raffaele Pinto me incitó y me invitó para que experimentara cinematográficamente en el aula. Los materiales que ahí se abordaban me eran afines  y jugando un poco descubrí el placer de los personajes, de cómo se iban desarrollando. Es una película que no tiene ningún logo previo, ninguna institución, ninguna televisión, ningún productor. Quizás de haber tenido eso, me hubiese inhibido de hacerla. El tener una obligación con una fecha para entregar la película probablemente me hubiese inmovilizado.  Es decir, que esta película es solo posible así, fruto en el fondo de un cierto azar. El hecho de que esté hecha con materiales domésticos me posibilitaba abordarla con una experiencia que puediera dar lugar a un cortometraje, a un medio,  a algo de  trabajo, o a nada, a una experiencia para mí, para trabajar con la palabra. Y esa es la libertad que estoy encontrando al trenzar días de rodaje con días de montaje. Finalmente llegué a una composición, que diría que es la composición más clásica, más cerrada, de las películas que he realizado hasta ahora. En el sentido de que cada secuencia conduce a la siguiente. Digamos que, fríamente, yo nunca hubiese apostado por hacer una película como La academia de las musas. La idea me hubiera parecido inverosímil. Lo bonito para mí, y lo que me empezó a interesar mucho como cineasta, es cómo a partir de una idea que no es mía se podía dar lugar a una serie de secuencias apasionantes con emociones muy auténticas. Una idea tan increíble de cómo, de pronto, la convicción de esas mujeres, musas, la hacían real, hablaban como si existieran, está ahí. Pensé un poquito en Hitchcock cuando planteaba que cuánto más inverosímil es un asunto, más verosímil tenía que ser el tratamiento cinematográfico. Ese era el reto que me estimuló para dar el paso de hacer esta película.

    David Cronenberg cuenta que tiene que hacer las películas para saber por qué las tiene que hacer

    Exacto. Con procedimientos totalmente distintos, ese es mi caso absolutamente. De pronto se abre el deseo, la necesidad de hacer una película para descubrir cuál es la película. Lo voy intuyendo desde hace mucho tiempo, de ahí que vaya solicitando o creando formas de producción nuevas, ya sea para documentales o ficciones. La academia de las musas ha sido un rodaje por fases, ya que me permitía  planificar algunas cosas pero también dejarme sorprender por lo azaroso, por lo accidental, y que eso no se quede en un mero registro de algo fresco, sino que tenga consecuencias.

    El interés por el que haces cine sigue siendo el mismo aunque haya cambiado el modo de hacerlo.

    Sí, el mismo, y la implicación es la misma. Tren de sombras la rodé en dos partes: rodé primero en un verano la vieja película familiar y luego reinicié una segunda parte de rodaje en el otoño  reinventándolo todo en función de las imágenes obtenidas en verano. Digamos que es un poco esa conciencia la que he ido desarrollando película tras película. Creo también que es lógico que en las primeras películas te protejas más, has de demostrar más cosas a los demás. Luego eso te da más igual, le restas dramatismo y te sientes más libre. Por ejemplo, recuerdo que en mis primeras películas yo sentía al equipo como algo desestabilizador… cuando se hablaba de la noción del equipo, de que el cine es una labor de equipo,  yo nunca lo viví así. El cine que me interesa es el de los grandes tiranos, así que al principio me protegía del equipo, sentía que los demás me restaban pureza. Últimamente he ido descubriendo el placer de intercambiar ideas, pulsiones, especialmente a partir de En construcción. Hasta el punto de que ahora disfruto mucho más encontrando mi discurso en la apropiación de lo que me dan otros que no imponiendo mis materiales. Ese ha sido el caso de La academia de las musas.

     ¿Un autor tiene que hacer películas para sí mismo o para los otros?

    Es que el público soy yo también. Ten en cuenta que yo soy muy espectador del cine. No he dejado ni un solo día de soñar películas y, desde luego, lo que no he dejado de hacer nunca es ir al cine.  Soy espectador y, con mis películas, aún lo siento más, dado que soy el primer espectador de algo que está aconteciendo en frente mío. Así que no lo separo mucho. Cuando hago una película me gusta descubrir algo, cada vez entiendo más esto del cine como un arte de la revelación; pero necesito, para tener el estímulo de hacer las películas, compartir el descubrimiento con el público. El público no es una noción para mi cuantitativa sino cualitativa, no es un aspecto de cantidad sino de intensidad. Pero si no estuviera el público para qué hacer películas. Asistir a una revelación y hacer copartícipes al público. Y el público, si no soy yo es como yo. Yo no pienso, como muchos directivos de televisión, que el público es idiota. Mi moral de cineasta me impele a pensar que el público es tan inteligente o más que yo. Necesito dirigirme a un semejante.

    En una obra donde los silencios tienen una ponderación importante en su valor final, sorprende que ahora nos entregues una película donde se habla todo el rato.

    Esto me lo hizo ver un amigo cineasta que decía que en mis películas impares salía muy silencioso y en las pares más parlanchín. En Innisfreehablaban bastante, después en Tren de sombras no hay diálogo a penas y en En Construcción se habla mucho. Luego En la ciudad de Silvia no hay apenas diálogo, o hay un vaivén, pero es verdad que en ésta el diálogo es el centro. La palabra pensada casi como puesta en escena de la palabra. Salvando todas las distancias, me gustaba pensar en Gertrud, donde el relato, las elipsis, el tiempo, surgen de la palabra. Una de las cosas por las que situé esos intertítulos con la fecha  y la hora, a parte de la vocación de cronista, era para dar un pequeño respiro, como un signo de puntuación entre un diálogo y otro. Sí, es una película voluntariamente pensada para la palabra. Lo que me hacía gracia de esa comunidad humana preexistente de estas alumnas con su profesor, era la capacidad de verbalizar, en un momento en el que la palabra se ha vulgarizado y devaluado tanto, y de trabajar la puesta en escena de la palabra con plena conciencia de que poco tiene que ver la palabra escrita con la filmada. Probablemente si se lee la trascripción de los diálogos se diría que es una película donde se habla esencialmente de sonetos, poetas y de maneras de ordenar libros y bibliotecas. Sin embargo en realidad se están liberando pugnas, conflictos de poder entre dos personas, de celos, de seducción, también de creación.

    ¿Cómo te planteaste la puesta en escena? ¿Importó que los actores no fueran profesionales a la hora de definir la estética de la obra?

    Al no ser profesionales era importante no invadir su espacio. Por eso dejaba el dispositivo sonoro en el interior y la cámara queda fuera. Pero luego, analizando eso en la sala de montaje, me gustaba mucho cómo interferían los reflejos en la palabra íntima. La confrontación entre el entorno de la ciudad y la palabra íntima en primeros planos. Es una película hecha sin luz, ni dirección artística, ni nada, por tanto, la pequeña superficie que me era dada a controlar era la de los rostros y a ellos me ceñí. Había que definir el espacio a través solo de esos reflejos pasajeros, que pueden definir una ciudad, un bosque, un paisaje, que lo haga de una manera mental, porque no se ve, se intuye. Cada vez la imagen se banaliza más y a mí me gusta más ser iconoclasta, cuestionarla, dejar que el espectador complete las imágenes. Los reflejos tienen algo también de espectral dada su inmaterialidad, es un trasunto del propio cine, algo que está y no está al mismo tiempo. A mí siempre que me hablan de imagen virtual, lejos de pensar en  cosas tecnológicas, pienso en sombras y en reflejos.

    ¿Es difícil rodar la intimidad?

    Eso te lo da la materia prima con la que trabajas. En mi caso los actores fueron muy generosos.  Hasta hace unos años había una moda que consistía en dejarlo todo a lo latente. De firmar silencios larguísimos y dejarlo todo al espectador porque se están librando conflictos muy importantes. Se ha confiado demasiado en la elocuencia de los silencios y los tiempos muertos.  Ahí está el academicismo de Antonioni: no ves nada pero se supone que en las elipsis han pasado cosas esenciales. Pero lo cierto es que esos silencios encierran detrás de sí una pereza solemne o una alarmante falta de recursos. El autor lo entiende como un riesgo pero es sólo un tic.

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