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    [Opinión] 'David Lynch a través del espejo' - Rubén Lardín escribe sobre la singular biografía 'Espacio para soñar'

    El libro, firmado por David Lynch y Kristine McKenna, está disponible en la colección Reservoir narrativa de Penguin Random House.

    Opinaba Éric Rohmer que Hitchcock solo era comparable consigo mismo. Con David Lynch ocurre algo parecido y por eso el resumen de su vida se lo ha encargado a una amiga pero se ha reservado la última palabra.

    Espacio para soñar tiene una estructura de capítulos siameses que alternan la biografía autorizada y el libro de memorias. A partir de testimonios diversos, la periodista Kristine McKenna explica primero cómo fueron las cosas y a continuación Lynch da la réplica, surfea los acontecimientos y apostilla o enmienda la crónica. Dice la suya y nunca mejor dicho, porque en esos pasajes se detecta la oralidad, una ausencia de literatura que nos aproxima el personaje. Y el libro, insuficiente en sus partes, cobra entidad y se hace disfrutable en la colaboración, que además le otorga naturaleza de espejo, un vaivén entre la historia y el recuerdo, que son cosas muy distintas y a menudo contradictorias.

    Lynch, que lo mismo te hace un anuncio de ratas que uno de alta costura, siempre ha funcionado en base a contrastes y equivalencias. El logro de su cine, como el de los sadomasoquistas, ha sido conciliar emociones y sentimientos. El miedo y el placer, el deseo y el peligro o una niña muerta y una tarta de cerezas, de esas colisiones hace idilios.

    Lynch trabaja enroscado, muy reunido consigo mismo. Practica la ensoñación indiscriminada mientras realiza actividades que le conectan a la realidad, que son las que se hacen con las manos. Igual un crimen que un tresillo. Por eso se encarga él mismo de fabricar los muebles que luego serán la flora de sus películas, tal y como los coches de época son la fauna que las recorre. ¿Los humanos? Los humanos no son más que espectros. En ese sentido es un director decadente, y lo es también porque trabaja la narración en términos plásticos, dando mayor importancia al escarlata de una falda de tubo, si le parece preciso, que a la causalidad de un guion de aquellos a los que un bachiller llamaría modélicos. Lynch es un pervertido, como Hitchcock. Un pervertido y un esteta, una cosa lleva a la otra y sin esas cualidades su cine se quedaría en escenografía.

    El logro de su cine, como el de los sadomasoquistas, ha sido conciliar emociones y sentimientos. El miedo y el placer, el deseo y el peligro o una niña muerta y una tarta de cerezas, de esas colisiones hace idilios

    Cuenta él mismo, en el libro que hemos leído, que los suntuosos decorados de Dune (1984) en los Estudios Churubusco, fabricados en madera de caoba filipina, eran tan bonitos por delante como por detrás. Y así, fijándose en lo que no se ve, es como logra para sus películas una atmósfera que es a un tiempo fecunda y mefítica. La cuestión es traer a la realidad curiosidades del espíritu.

    A Lynch siempre le ha interesado lo intangible, por eso se metió enseguida en internet y allí se puso a dar el parte meteorológico. Se metía en internet y salía a la ventana a mirar el cielo, y a continuación nos vendía café para mantenernos alerta. Pero eso era antes. Hoy, según nos dice en su libro, internet está cumpliendo con creces la misma función de la que la televisión venía haciéndose cargo desde los años 50: uniformar el mundo. Favorecer el letargo. Hacer de todo lo mismo.

    Él, sin embargo, resiste. Sigue siendo un artista impar al que sus contemporáneos tratan de imitar mucho, no solo sin éxito sino con ridículo, ya que con técnica no se puede suplir la pasión ni el rapto. En Lynch todo sabe a Lynch. Esto es 'lynchiano', dice uno cuando huele a enano o cuando no está entendiendo nada, pero lo que pasa es eso, que no está entendiendo nada, porque tratar de explicarse el cine de Lynch es una falta de sentido. El cine de Lynch es mucho más sencillo, es irresoluble, es un cine que inhibe la razón porque a veces vale más creer que averiguar. Eso proponen sus películas, donde todo es pagano y todo es sagrado, fuego propagándose y cuestión de fe.

    Lynch es un simbolista y sabe que la realidad es fabulación, por eso la vulgariza con el fin de elevarla, le resta peso para conectarla a dimensiones ocultas. Por eso su obra está llena de cortinajes pesados, de telones que se abren y telones que se cierran para entrar y salir de los tres planos del discurso. Son pasajes que van del drama elemental al jardín de fuerzas sobrenaturales que lo alientan. También por eso permite a las escenas terminar cuando ellas quieren, por ver si el teatrillo tiene a bien infusionar la realidad de imaginaciones. La enrarece, se dice, pero yo creo que la está fertilizando.

    Las películas de Lynch están siempre dispuestas al imprevisto e incluso a lo inapropiado. Y la anomalía, en él, será la normalidad. Una historia verdadera, por ejemplo. Aquel rollazo que trataba de significarse desde el título es su trabajo más raro y la única metáfora de su filmografía. Una película basada en hechos reales, ¡menuda filfa!

    Sin embargo, si buscásemos las coordenadas en Google Earth comprobaríamos aterrados que todavía estamos allí, encajados en aquella butaca roja y raída de aquel cine de aquel barrio aquella noche en la que vimos por primera vez Carretera perdida (mi favorita suya) o Mulholland Drive (mi favorita suya) o Terciopelo azul (mi favorita suya). Retablos de la avaricia, la lujuria y la muerte. Y me veo (cuando el cine, como diría Camille Paglia, todavía era una experiencia mística) entrando en la sala con la excitación del criminal y saliendo de ella libre e impune, sintiéndome un animal perfecto, aseado de civilización y desconociendo de pronto la noción de muerte.

    La sensación, con Lynch, es que nos estuviera retribuyendo algo que la humanidad daba por perdido. Más que películas, conmociones. El cine de Lynch son los Estados Unidos soñándose a sí mismos y en el sueño fantaseándose Europa, que si Buñuel, que si Ernst, que si De Chirico. El clima Lynch, podría haberse titulado este artículo, pero ya es tarde.

    Como en toda biografía, en este libro se miente mucho, se dice muchas veces lo guapo que era Lynch, lo repiten actrices y colaboradoras y él no lo desmiente. Lynch no ha sido guapo hasta que no se ha hecho mayor

    Como en toda biografía, en este libro se miente mucho, se dice muchas veces lo guapo que era Lynch, lo repiten actrices y colaboradoras y él no lo desmiente. Lynch no ha sido guapo hasta que no se ha hecho mayor, antes como mucho pudo haber sido eso que allí dicen 'handsome', nunca guapo en castellano, pero lo cierto es que esa vanidad frontal, ese narcisismo pueril, tan bobo y tan importante el ser guapo, vuelve a legitimar de alguna manera el libro y el resto de informaciones que contiene.

    Lynch cumplió setenta y tantos el mes pasado pero también dice en este libro que la gente no tiene edad. Que el yo al que le hablamos no envejece, que es intemporal, que lo que envejece es el cuerpo y que lo demás no cambia. Esto habría que hablarlo, al menos cada uno consigo mismo. En lo que sí convendremos tras leer Espacio para soñar es en que contiene una de las imágenes más poderosas de todas las que el artista nos ha legado, y es aquella que lo pinta con diez o 12 años a lomos de un caballo que solía montar en el rancho de sus abuelos, cuando el animal se detiene a beber de un riachuelo y durante un instante eterno el joven Lynch se las ve y se las desea para no escurrirse hasta el suelo por el pescuezo irracional de la bestia.

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