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    'La sangre y la mariposa': sobre 'Possessor', la ganadora del Festival de Sitges [Opinión]

    El filme de Brandon Cronenberg, hijo del director David Cronenberg, se ha alzado con el gran premio a Mejor película en el certamen catalán.

    Por ser hijo de su padre, Brandon Cronenberg parece condenado un poco al detrás, al después, a ser una voz subsiguiente hasta que el tiempo haga su trabajo y ponga en su sitio lo que haya que poner si es que lo hay, todavía no podemos saberlo. 

    Brandon, a quien vamos a llamar de tú para no liarnos, es todavía un director sin estilo, si bien hemos de ser pacientes y considerados y entender que, en su caso, la impedimenta y el fulminante son la misma cosa: un apellido de categoría artística que trasciende lo cinematográfico. Tiene que ser abrumador.

    Dada esa circunstancia, nuestra idea era ir aplazando el juicio, pero el Festival de Sitges ha decidido darle este año la alternativa entregándole el premio gordo a Possessor, película que habla de una organización criminal dedicada al pilotaje neuronal de cuerpos ajenos con los que cometer asesinatos por encargo. Un argumento tan simple como un espectáculo de marionetas, que arrancará su trama en el previsible error de calibrado entre el cuerpo colonizado y la psique huésped, dando pie a un tecno 'thriller' sencillo y efectivo sobre el gusto por la violencia y los disgustos consecuentes.

    El espíritu de Possessor, película que bien podría ser una escisión de eXistenZ (la participación de Jennifer Jason Leigh tal vez no es casual), está contenido en la cita que trae de Walter Benjamin: “El aburrimiento es el ave que incuba el huevo de la experiencia”.

    Y en esa declaración también podría estar cifrada una de las mayores diferencias entre el cine de Brandon Cronenberg y el de su padre: si el de David Cronenberg era un cine dispuesto, fecundo y morboso en su asunción de un mundo vil y execrable, el de Brandon se muestra algo más afligido, más escaso en lo erótico y más dado al desasosiego. Tal vez porque las cosas pintan más negras y el mundo es hoy menos niño y más pueril

    Como su padre, Brandon se ha formado leyendo antes que mirando películas, algo que no es frecuente entre cineastas, pero mientras el cine de aquél venía de los libros de William Burroughs y Vladimir Nabokov, el suyo viene de un cine anterior, de ese que le vino dado en casa. Es, necesariamente, un cine de segunda generación, y tal vez eso explica que esta segunda película suya tenga como principal preocupación las interferencias en la identidad.

    En la primera, Antiviral, el tema eran los modelos de conducta. En ella la gente entendía su propio cuerpo como relicario y compraba cultivos de las enfermedades de las 'celebrities', que es como antes (cuando escribo) se llamaba a los famosos que eran famosos solo por ser famosos, un fenómeno contemporáneo que solicita intemperie, cierto desenfreno sadeano que erradique la razón (el lenguaje, agente infeccioso) y nos explique un poco en esencia.

    Brandon, en respeto a sus mayores, ha entendido que la ciencia ficción se cifra en los detalles, que en pequeños modismos puedes dar una hipótesis del futuro y que el futuro no es más que un atajo para llegar al ahora. Y entiende también que las conjeturas requieren ceremonia y puesta en escena y por eso en su película arrima un diván a una mesa de operaciones, por ejemplo, para traer belleza inesperada (ah, brotan aquí el paraguas y la máquina de coser de Lautréamont), y en la estampa casa biología y psicoanálisis, ciencia y conciencia. Es en esas colisiones donde se cuaja el conflicto, la incertidumbre, el miedo que en la mayoría de películas de miedo suele venir de otra parte, por lo general de otras películas.

    Como en el de su padre, en el cine de Brandon hay demiurgos, peones, disidentes, infiltrados y sistemas autónomos, pero hay también constructos, ideas, dudas, las dudas que lo son todo. En sus películas se percibe una arquitectura intelectual -todavía heredada- pero también física, vertical, de complejos, instalaciones, edificios de granito y cristal, multinacionales y corporaciones (rasgo que su padre tomó quizás de Burroughs, de sus factorías, sus institutos de investigación sexual, su semántica de la carne), y les pone nombres pintones y logotipos estupendos, entre las finanzas y la oftalmología, para localizar de un vistazo esas entidades responsables de la alucinación colectiva que viene siendo esto, el nosotros. 

    Tal vez sea determinismo que las preocupaciones del padre acaben por ser las del hijo, pero no deja de ser curioso que Brandon no se haya dado a las tentaciones inanes de su tiempo y que sus intereses parezcan filosóficos, elevados, de todos. Que su cine vuelva a tener que ver con nuestra conducta como colmena y que pretenda estudiarlo desde el cuerpo individual. Y el mundo como exoesqueleto

    Possessor, que en el último tercio se obstina un poco en sí misma, es una peli que se enriquece en la confección, en la generosidad de su director disponiendo ecos, consonancias psíquicas, alguna rima… Como uno de esos amigos espléndidos que lee, subraya, se aprende canciones y se cultiva para encontrarse contigo y darte, para ser en los demás, que en primera y última instancia es para lo único que estamos.

    Brandon Cronenberg, en cualquier caso, está siendo un tío valiente y bien enseñado, que sin salir de casa ha aprendido el oficio, la disciplina y la moderación, la escritura aquilatada, el urbanismo del relato, una realización sin vanidades y la confianza de quien sabe que el estilo no puede fabricarse, si acaso acude. Vamos a darle tiempo.

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