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    Cannes Día 9: Mamoru Hosoda entrega otra joya del anime con 'Belle'

    Penúltima jornada del Festival de Cannes con dos títulos de alto nivel de conmoción: 'Belle' de Mamoru Hosoda y 'Memoria' de Apichatpong Weerasethakul.

    Finaliza para el que esto escribe la 74ª edición del Festival de Cannes (mañana tendréis la última crónica firmada por mi compañera Mariona Borrull, ¡que seguro que mejora mis textos!). Y lo hago como siempre que acaba este festival del demonio: arrobado por la gran cantidad de películas vistas y deprimido por tener que reengancharme a la vida real. Porque aunque no solo no deba quejarme, sino agradecer, lo que me espera al llegar a Madrid, esa desconexión de quien vive diez días únicamente entregado a ver películas -viviendo otras vidas, visitando otros mundos, pensando mucho en y por el cine-, es algo hasta doloroso. Vivir Cannes (o San Sebastián o Sitges o Venecia) implica, como bien dice Carlos Losilla, hacer un acto de insumisión a la vida. Renunciar a ella para entregarte a la pura ficción cinematográfica. Todos los problemas desaparecen. Sólo existen las películas. Es una renuncia consciente, incluso feliz, que nace del amor al cine pero se complica cuando este te secuestra totalmente. Y, como digo, esa desconexión duele. Aunque siempre le doy la Palma de Oro a la mirada que me ponen mis hijos cuando entro por la puerta de casa. Todos los que, de una forma u otra, hayan cubierto un festival cinematográfico sabrán de lo que estoy hablando. Cuando empecé en esto para mí era el Valhalla, el sueño imposible, las fiestas de mi pueblo. Y de eso hace más ya de veinte años. ¿Cuánto tiempo más seguiré cubriendo festivales? ¿Cuánto tiempo más grabándome con el móvil corriendo arriba y abajo de una sala a otra? ¿Cuánto tiempo más escribiendo de madrugada palabras que uno tiene la sensación de que se lanzan al mar en una botella sin que haya nadie que la recoja? Bah, ya vale de tantas lágrimas en la lluvia. Cerremos crónica, que hoy el día ha sido bonito. Aunque ya no me quede colirio para hidratar las córneas desgastadas de tanto visionado con mascarilla.

    El cineasta japonés Mamoru Hosoda lleva años siendo un tótem del anime contemporáneo. Ni una película mediana, todas buenísimas: La chica que saltaba a través del tiempo (2006), Summer Wars (2009), Wolf Children (2012), El niño y la bestia (2015), Mirai (2018). Hoy ha presentado en Cannes en la sección Premiere su última película -acabada hace pocas semanas-: Belle. Una revisitación del clásico cuento de hadas francés, del que aún se discute la autoría original, La bella y la bestia; popularizado por Walt Disney en su versión animada de 1991 -aunque hay versiones rusas décadas anteriores- y con una desastrosa versión en ficción en real en 2017. Hosoda, que ya había explorado la toxicidad y agresividad de los mundos digitales -Facebook, principalmente- en la soberbia Summer Wars, lanza a su Bella y su Bestia a una nueva red social totalitaria, llamada 'U', con cinco billones de usuarios conectados y donde los avatares protagonistas se mueven en una imagen deudora tanto del mundo del gaming como de la imaginería fantástica japonesa. La joven protagonista, incapaz de manejarse con naturalidad en el mundo real, se convierte, en 'U', en Belle, una estrella del pop con millones de seguidores. Allí conocerá a la Bestia, al Dragón, un avatar perseguido por la policía de la red que es un luchador consumado al que le queman las heridas que arrastra del mundo real. Con una épica desmadrada, muy Frozen (2013), Belle es un derroche visual -más colirio para las córneas-, una cascada de imágenes tan rápidas como fugaces que ejemplifican bastante bien el signo de los tiempos. La saturación es importante, más si entendemos que este es un musical donde las canciones siguen a rajatabla las reglas de las canciones en el anime (si habéis visto la gloriosa Your Name (2016), sabréis de lo que hablo). Será porque llevo demasiados días aquí encerrado, pero al final he disfrutado más en los momentos domésticos de Belle que en su desbarre digital. Ejemplo: el delicioso momento, muy Akira Toriyama, en el que algo tan sencillo como lograr que dos jóvenes que se gustan hablen entre sí, aún muertos por la vergüenza, ha dado pie a una de las secuencias más divertidas vistas en este Cannes. Hosoda en Belle busca retratar por la vía de la hipérbole los tiempos que vivimos, pero es que es exageración buscada, seguramente, se acerca tanto a la realidad, que llega a dar miedo.

    Vale. Vale. Vale. Ahora hablemos de Apichatpong Weerasethakul. Que debía ser el verdadero titular de la crónica, pero no quería asustar a nadie. El cineasta tailandés lleva desde su primera película (ficción), Blissfully Yours (2002), siendo uno de los cineastas más importantes de la vanguardia fílmica contemporánea, además de todo un becerro de oro para la crítica más afilada y exigente (el resto, casi que le odia; hoy un cronista gallego a gritado "¡Fraude!" al acabar la película). A mí, Apichatpong, me parece un cineasta de otra galaxia. Alguien que, a medida que ha ido plasmando su particularísimo imaginario fantástico en sus increíbles películas, ha abierto nuevas vías para la historia del cine. A mí Apichatpong me tiene en sus filas. Y claro que puedo entender a todos aquellos que no aguantan adentrarse en un cine exigente con el espectador, un cine que se toma su tiempo para explicarse hasta llegar a niveles paroxísticos -es uno de los mayores genios de lo que ha venido a llamarse "Slow Cinema", tendencia cinematográfica a la que me encantaría dedicar un A Quemarropa-, pero si eres capaz de adentrarte en los mundos tan delicados como ajenos de Tropical Malady (2004) o Syndromes and a Century (2006), si te dejas atrapar por ellos sin remisión, la emoción cinematográfica te abrasa por completo. Entonces igual entiendes a Antonioni, a Bresson, a Tarkovsky. Aunque Apichatpong te lo cuente todo desde una selva donde sólo haya árboles y plantas y diecisiete tonalidades distintas del color verde.

    En Memoria, que compite por la Palma de Oro que el cineasta ya ganó en 2010 con Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas, al igual que le ha ocurrido a otros maestros del Slow Cinema como Pedro Costa o Tsai Ming-Liang, Apichatpong extrema aún más sus formas. Sólo al arranque de la película hay diez (¿quince?) minutos de una secuencia en suspenso en una sala de mezclas (siempre en plano fijo) que espantaría a cualquier espectador. También hay otra de ¿igual? duración cuando un hombre parece morir momentáneamente tumbado en la hierba. Apichatpong exige paciencia y atención. O entras a muerte o sales rebotado. En su primera película no taiwanesa, está rodada en Colombia y está hablada en inglés y castellano, con Tilda Swinton como máxima protagonista, Apichatpong cuenta en Memoria el cómo una mujer (Swinton) escucha un golpe seco aleatorio que nadie más parece escuchar. La exploración, más que investigación, de dicho ruido, la llevará, como muy bien ha dicho Sergi Sànchez, ha encontrarse con su propia Encuentros en la tercera fase (1977), en una segunda mitad de la película tan asombrosa que es difícil, casi imposible, de creer. Personajes que desaparecen sin explicación alguna –como en La aventura (1960) de Antonioni, que el desaparecido y añorado Domènec Font siempre se hartaba de repetir que era la base sobre la que se movía Apichatpong-, hombres sencillos que almacenan la memoria del mundo (muy Jorge Luis Borges), simios parlantes que sólo podemos oír e imaginar, sonidos de un pasado dramático que se canalizan al presente como una huella de sangre acústica que se niega a abandonar la Tierra… Joder, no soy idiota, o al menos no soy muy idiota, y sé que es difícil adentrarse en el cine exigente de Apichatpong (como al de Dreyer, ya que estamos). Pero si la hacéis, os espera el viaje de vuestras vidas. Sinceramente, G. Calvo.

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