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    El hombre más enfadado de Brooklyn
    Críticas
    1,5
    Mala
    El hombre más enfadado de Brooklyn

    Adiós a todo eso

    por Carlos Losilla

    Desde el Cuento de Navidad de Charles Dickens, por lo menos, la peripecia de aquel que está próximo a la muerte y, a partir de ahí, revisa su vida anterior se ha convertido ya en un clásico de la ficción occidental. Puede tratarse de un anciano, de un moribundo o simplemente de alguien que entra en crisis durante la madurez o incluso luego, pero el resultado es siempre el mismo: no sabemos vivir, lo hacemos todo mal y llega un momento en el que debemos arrepentirnos. ¿Secuelas de siglos y siglos de cultura cristiana? Lo ignoro, pero no parece que sea el caso de El hombre más enfadado de Brooklyn, donde Robin Williams, en una de sus últimas apariciones cinematográficas, interpreta a Henry Altman, acomodado judío neoyorquino de malos modales y peor humor que empezará un viaje hacia la reconciliación con el mundo a partir de un (erróneo) diagnóstico médico según el cual le quedarían 90 minutos de vida. Quien la da la noticia es la doctora Gill (Mila Kunis, también coproductora), que tras ese patinazo se embarcará igualmente en una búsqueda personal en la que querrá incluir su redención emocional y el rechazo de sus adicciones. Si a todo ello añadimos que este es el remake de una oscura película israelí dirigida por Assi Dayan, la condición de sus referentes empieza a hacerse más y más confusa: en realidad, no tiene ninguna importancia.

    En cualquier caso, hay ahí dos caminos que se cruzan, el de un hombre y el de una mujer. Y el de alguien enfadado con el mundo desde siempre y otro que empieza a estarlo. La película, pues, tiene un objetivo muy sencillo: alertarnos sobre los peligros de no estar reconciliados con la vida, y el daño que nuestra civilización nos está procurando al respecto. A partir de ahí, dada la simpleza de los planteamientos, empiezo a pensar en bajarme del barco, desentenderme, pensar en mis cosas, porque esta película no parece tener arreglo. Pero regreso a Dickens y todo se hace más interesante, por lo menos en cuanto al planteamiento, ya que no en cuanto a la calidad. En otras palabras, al adaptarse al contexto norteamericano, El hombre más enfadado de Brooklyn puede que acabe ignorando la tradición de la que proviene, pero no sus intenciones trascendentales: el viaje urbano de Altman y Gill, improvisados Dante y Virgilio de una comedia no tan divina como la de Dante, se convierte a la vez en un descenso al interior de sí mismos y a lo que película considera las entrañas de la megaciudad contemporánea, hechas de indiferentes hombres de negocios, médicos sin escrúpulos, taxistas agresivos o mendigos mugrientos. Trayecto espiritual a través de las sombras del pasado y del infierno cotidiano, esta película querría ser una fábula, un apólogo moral y no sé cuántas cosas más. Por desgracia, no llega a ser nada de eso, ni tampoco nada más allá de un cuentecito insulso y reaccionario.

    Ahí es donde entra Phil Alden Robinson, el director. ¿Recuerdan Campo de sueños (1989), quizá su película más famosa, aquel otro cuento naif sobre un tipo que construía un campo de béisbol en sus tierras solo para convocar al fantasma de un equipo mítico? En aquel momento se habló de la tradición de Frank Capra, de aquella América esperanzada que parecía dejar atrás la era Reagan en pos de sus sueños y deseos, en el convencimiento de que todo era posible aún. Después Robinson ha desarrollado una carrera más bien cansina, descendente, cuyo punto más bajo quizá fue su película anterior, Pánico nuclear (2002), la enésima aventura de Jack Ryan. Pero con El hombre más enfadado de Brooklyn vuelve por sus fueros, pues ¿acaso no se trata de un cuento naif sobre un tipo que ve destruidos sus sueños por un sistema implacable y solo los recupera al borde de la muerte? Como en un espejo, ambas películas hablan del sueño americano, su desmoronamiento y su posible recuperación, pero ante la potencia mítica de Campo de sueños (recuerden que era la película preferida de Ted Mosby, el protagonista de Cómo conocí a vuestra madre), este opone una desgana, un rechinar letárgico, casi un distanciamiento que delata que todo ha cambiado, por mucho que todo pueda volver a empezar. En el fondo, esta es una película melancólica que contagia su melancolía a la puesta en escena reconvirtiéndola en aburrimiento, una fábula sobre la regeneración que mira con escepticismo al cine al que pretende emular: no, ni Capra ni su (supuesto) optimismo son ya posibles.

    A favor: que podría hacer pensar en lo que ha sido del sueño americano, si es que existió.

    En contra: que esa reflexión es tan débil que no sirve para nada, como demuestra la interpretación desmayada, desinflada del difunto Robin Williams.

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