Los defensores de 'Melancholia', el "melodrama de ciencia ficción apocalíptica"
de Lars von Trier, se marcarían un tanto si defendieran la nueva película del enfant
terrible del cine mundial como un filme más conceptual que narrativo. Hay algo
incuestionablemente subyugante, tanto a nivel sensorial como intelectual, en algunos
de los hallazgos que pueden encontrarse disgregados por 'Melancholia', la mayoría
concentrados en su preludio y en su segunda mitad (como siempre, Lars y su universo
episódico). En su rimbombante y pirotécnica intro, una reedición mejorada del
esteticista arranque de 'Anticristo', von Trier elabora una vistosa micro-pieza de video-
arte (cabría pensar en Bill Viola) que aúna toda la soberbia de su cine en cámara super-
lenta. Los personajes de la función se presentan ante el público flotando en una serie
de tableaux vivants que reproducen un mundo abocado a la destrucción. El escenario
es una villa señorial cuyo jardín y disposición arquitectónica recuerda a la de 'El
año pasado en Marienbad', de Alain Resnais, aunque la clave del asunto está en la
combinación del tema (el desangelado fin del mundo) y la banda sonora, en la que
figuran las notas del preludio de 'Tristán e Isolda', la ópera de Wagner. Y es que en el
corazón de 'Melancholia' encontramos una invocación de los componentes trágicos del
romanticismo alemán. Von Trier se recrea en el juego referencial, pero el problema es
que más que un diálogo o una reflexión sobre las herencias artísticas, la cita parece más
una eficaz coartada cultural, como podía ser la dedicatoria a Andrei Tarkovski al final
de 'Anticristo'.
En 'Melancholia', von Trier encuentra un nuevo y epatante filón en el cruce del
Apocalipsis con su particular interpretación de la melancolía, entendida como un cruce
entre fatalismo y depresión. Dos conceptos que actúan como motor subyacente del
díptico central del filme, que versa sobre las miserias de la vida burguesa y la sinrazón
de la existencia humana. El primer episodio, titulado "Justine" (nombre del personaje
al que da vida una inspirada y abatida Kirsten Dunst), parece un remake edulcorado
de 'Celebración', de Thomas Vinterberg, la película danesa que inauguró, junto a 'Los
idiotas', del propio von Trier, el movimiento Dogma 95. Aunque en este caso no se
celebra un aniversario, sino una boda en la que la novia (Dunst) va sucumbiendo ante la
banalidad de los rituales que marcan el festejo.
En una película mermada por la falta de nervio, esta primera mitad se corona como la
más insustancial del conjunto. Por momentos, la sombra de 'El ángel exterminador', de
Luís Buñuel, parece dibujarse en el horizonte de esta reunión de patéticas criaturas, pero
Lars solventa la cuestión con una retahíla de viñetas tan deslavazadas como marcadas
por un inofensivo naturalismo. Algunos de los personajes de esta hipócrita foto de
familia, como los de Charlotte Rampling o John Hurt, quedan reducidos a la condición
de caricaturas sólo esbozadas. Además, la cámara en mano de Von Trier parece haber
perdido agresividad y poder de corrosión: su puesta en escena no es capaz de violentar
el relato como en los tiempos de 'Rompiendo las olas' o 'Bailar en la oscuridad'. Lo dicho, el director de ‘Europa' demuestra tal fijación en los conceptos que parece desatender el curso de la narración.
En su segunda mitad, la película deja atrás la estructura coral y se concentra en el drama
fraternal entre la deprimida Justine (Dunst) y la maternal Claire (una notable Charlotte
Gainsbourg). Aquí, von Trier parece retomar las riendas del relato, afincándose en
una acepción existencialista del más puro cine de catástrofes. Ante la inminencia del
fin, la película va ganando en carga atmosférica y la desesperación de Claire ofrece
al espectador un punto de apoyo emocional, una puerta abierta a la identificación
y la catarsis. Por el camino, von Trier planta otra semilla conceptual; una deliciosa
digresión en la que Justine, desnuda, sumida en una hipnótica entrega al desastre,
certifica su romance fatale con el planeta 'Melancholia'. A partir de este punto, la
película se vuelve más visceral, más viva, pero al mismo tiempo revela la simplicidad
de sus tesis. "La vida en la tierra representa el mal", afirma Lars a través de los labios
de Justine. Y no hay mucho más que añadir. Lars impone su ley: la potencia del
concepto, la estridencia de los argumentos, el paraguas "artístico", el talento visual y la
aniquilación del misterio.
A favor: La portentosa recta final del filme.
En contra: El simplismo con el que se presentan y desarrollan sus tesis.