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    War Horse (Caballo de batalla)
    Críticas
    1,5
    Mala
    War Horse (Caballo de batalla)

    Mi reino por un caballo

    por Carlos Reviriego

    Ya nada puede sorprendernos en la caída al vacío de Steven Spielberg desde que hizo 'Minority Report' (2002). Ni siquiera la de Francis F. Coppola ha sido tan palmaria. Al menos el director de 'Apocalypse Now' (1979) ha tomado el desvío hacia la independencia y el aislamiento creativo (con sus riesgos y sus gratificaciones), mientras que el autor de 'Encuentros en la tercera fase' (1977), no menos independiente (en cuanto que se ha ganado su independencia a golpe de taquilla), ha entregado su creatividad al servicio de una industria acomodada, opaca, desabrida. Tanto en sus proyectos cinematográficos como televisivos ('Falling Skies' y 'Terra Nova': ¡qué horror!), sea desde la producción o la dirección, y exceptuando la endiablada traslación de las historietas de 'Tintín' –hay que concederle al menos eso, algún hallazgo de 'Munich' (2005) y los primeros diez minutos de 'Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal' (2008)–, Spielberg ha emprendido en la última década –cuando el aire de los tiempos apuntaba más bien al contrario– un viraje a la trivialidad y a la nostalgia por un cine perdido. (¿O es que siempre fue así y estuve engañado?).

    'Caballo de batalla' es su primera película infantil-familiar desde 'Hook' (1991), y en ella el protagonista, como en 'Tiburón' (1975), como en 'E.T. El extraterrestre' (1982), no es un ser humano. Todo gira alrededor de Joey, un caballo negro. Adquirido en una subasta por el borrachín Ted Naracott (Peter Mullan), quien se lo regala a su hijo Albert (Jeremy Irvine), el equino va cambiando de mano en mano y de ejército en ejército a lo largo de la I Guerra Mundial para, finalmente, regresar a manos de Albert. Gracias a la tozudez que el joven Albert se gasta en la primera parte del filme (un bloque en el que las esencias irlandesas de Ford son sometidas sin piedad a la dictadura moral de Disney), transformando un pura sangre en un caballo de carga, Joey sobrevivirá –no, esto no es un spoiler, todo el relato se hace evidente demasiado pronto– a los bandazos de la confrontación bélica europea en una épica transoceánica de más de dos horas de metraje. No ayuda mucho que franceses y alemanes hablen inglés, decisión comercial especialmente desacertada en una historia en la que las específicas nacionalidades de personajes y ejércitos juegan un papel tan crucial.

    Adaptación de la popular novela infantil de Michael Morpurgo, el relato se centra, por tanto, en el amor y la fidelidad entre un caballo y un joven a lo largo del tiempo –en la línea de 'Belleza negra' (James Hill, 1971) y 'Un caballo llamado Furia' (Caroline Tompson, 1994)–, del que emerge, en paralelo, un mensaje antibélico en el que el animal despierta la concordia entre bandos enfrentados. La estructura en cápsulas episódicas, siguiendo el dilatado trayecto de Joey, apela de forma redundante a los mismos instintos de violencia y compasión humana que exploró Robert Bresson, con resultados muy distintos, en 'Al azar, Balthazar'. En clara oposición con la austeridad (profundamente emotiva) bressoniana, Spielberg adopta una perspectiva propia de una producción Disney (donde en las guerras no se ve ni una sola gota de sangre), es decir, sentimental, vetusta y recargada. De este modo, se suceden sin solución de continuidad bonitas postales ecuestres en la hora mágica fotografiadas en 2.35:1 por Janusz Kaminski y un score azucarado y torrencial de John Williams subrayando cada gesto y emoción. 'Caballo de batalla' es una película hecha al más viejo estilo, como si Spielberg hubiera regresado a los maestros clásicos de su infancia (las épicas de David Lean, el humanismo de Jean Renoir, etc.) y dejara sus poderes expresivos a un lado.

    A favor: La interpretación de Peter Mullan.

    En contra: El forzado sentimentalismo, la excesiva duración y la previsibilidad del relato.

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