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    Moonrise Kingdom
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Moonrise Kingdom

    Deconstruyendo a Wes Anderson

    por Mario Santiago

    En una de las primeras imágenes de ‘Moonrise Kingdom', un grupo de niños se reúne alrededor de un pequeño tocadiscos portátil en el que suena la ‘Guía de orquesta para jóvenes', una pieza elaborada en 1946 por el compositor británico Benjamín Britten a partir de un tema de Henry Purcell. En ella, una (educativa) voz en off va indicando con británica pomposidad la entrada de nuevos instrumentos que, poco a poco, van confiriendo a la música su dimensión orquestal. A primera vista, podría parecer que la pieza de Britten es un elemento decorativo más en el barroco y preciosista universo de Wes Anderson; sin embargo, como suele ocurrir con el director de ‘Los Tenenbaum', la esencia radica en los detalles. Y en este caso, Britten y su impulso analítico son la clave: esa necesidad eminentemente moderna de revelar las entrañas de la obra artística —los entresijos de la partitura de Purcell en el caso de Britten y los mecanismos del propio cine en el caso de Anderson—.

    En cierto sentido, podríamos considerar que ‘Moonrise Kingdom' es la película más autoconsciente de Anderson: aquella en la que las partes que forman el conjunto están más claramente diferenciadas. De hecho, excepto en el caso de los jóvenes enamorados (interpretados brillantemente por Jared Gilman y Kara Hayward), casi todos los personajes del filme funcionan como islas desperdigadas en un océano de soledad. Las interacciones son mínimas, casi furtivas, como en el romance clandestino que protagonizan los personajes de Bruce Willis y Frances McDormand. Todo parece exponerse de forma aislada, y cuando los personajes confluyen en el encuadre, a veces lo hacen gracias al uso de pantallas partidas.

    Como ocurre con los instrumentos en la ‘Guía de orquesta para jóvenes', Anderson persigue hacer un inventario de su universo: imperan las listas. Una serie de objetos, presentados en preciosistas composiciones, ilustran la compleja personalidad de Suzy (la joven heroína); mientras sendas listas de rostros nos acercan a un clan familiar (disfuncional, por supuesto) o a un grupo de imberbes "boy scouts". Y luego, en paralelo, Anderson se empeña en exponer los mecanismos internos de su mundo: abundan los "travelings" horizontales y las grúas verticales que, en su recorrido, atraviesan paredes, suelos y techos —como si estuviéramos ante una viñeta de ‘13, Rue del Percebe'—. Como el Jerry Lewis de ‘El terror de las chicas', Anderson necesita hacer visible el fondo y la forma, el contenido y el dispositivo, el sentimiento y la arquitectura. En el fondo, parece una forma de ordenar en imágenes el caos emocional que viven sus criaturas.

    Ninguna de las características mencionadas anteriormente son exclusivas de ‘Moonrise Kindom', sino que se extienden por toda la obra de Anderson. Sin embargo, aquí aparecen de forma subrayada, lo que convierte el filme en uno de los más cerebrales e interesantes, aunque también menos emocionantes del director de ‘Viaje a Darjeeling'. El peso sentimental de la película recae en una pareja de (muy) jóvenes amantes que huyen como los personajes de un relato de Salinger, se entregan a la aventura como los niños de una novela de Enid Blyton, y viven un romance "naíf" en el que resuenan los ecos de la "nouvelle vague". Y la historia consigue emocionar gracias al delicado equilibrio entre determinación y vulnerabilidad que Anderson imprime a sus niños. El problema es que ‘Moonrise Kingdom' nunca alcanza las cimas de sublime melancolía que erupcionaban en ‘Academia Rushmore', ‘Los Tenebaum' o ‘Fantástico Sr. Fox'. El cine de Anderson se halla poblado por dos curiosas especies: los niños perdidos que juegan a comportarse como adultos y los adultos afligidos que buscan refugio en un edén infantil. Y en este juego de desfases, el corazón de Anderson siempre ha vibrado más cerca de los adultos aniñados, que en ‘Moonrise Kingdom' son sólo la comparsa de los jóvenes tortolitos.

    En cualquier caso, una película menor de Wes Anderson —como lo fue ‘Life Aquatic'— es siempre bienvenida en nuestras vidas. Su imaginario fílmico, siempre inmóvil, pétreo como una roca milenaria, es una fuente inagotable de maravillas: esos recargados "tableux vivant", esos personajes eternamente uniformados, esos chicos huérfanos y sus familias adoptivas, ese elogio perpetuo de la excentricidad... Y por si fuera poco, ahí está Bill Murray, el cómico más icónico, inteligente e imperecedero de su generación (sí, la de Steve Martin, John Belushi, Chevy Chase y compañía). Verle preso de la indignación, quitándose un zapato y lanzándoselo a un contrincante es pura poesía.

    A favor: La brillante y fructífera utilización de la ‘Guía de orquesta para jóvenes' de Benjamín Britten.

    En contra: El desdibujado rol de la mayoría de personajes adultos.

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