ARGO (USA, 2012), de Ben Affleck.
Ben Affleck ha tenido que reinventarse. Tras una mediocre carrera como actor, marcada por la arrogancia (no hay más que oirle en la promoción de sus primeras películas) y pertrechado en su Oscar compartido con Matt Damon por el guión de El Indomable Will Hunting (Good will Hunting, USA, 1997), de Gus Van Sant, ha conseguido labrarse una correcta y ascendente carrera como director. Su debut con Adiós pequeña, adiós (Gone, baby, gone, USA, 2007), era una pulcra adaptación de una novela de Dennis Lehane, que se caracterizaba por una alarmante simpleza académica, enmascarada entre unos excelentes actores, muy lejos de Mistic River (USA, 2003), de Clint Eastwood, que también partía de un texto de Lehane. Su segunda película, The Town, ciudad de ladrones (The Town, USA, 2010) vino a ser una especie de puesta al día de Heat (USA, 1995), de Michael Mann, que palidece ante ésta, pero nos descubre para el cine las infinitas capacidades actorales de Jon Hamm, excelente en la piel del publicista Don Draper en la serie Mad Men (AMC, 2007-¿?) y mostraba cierta pericia para combinar secuencias de acción violentas y necesarias para el devenir de la trama, con el desarrollo de cuatro personajes muy bien delimitados y excelentemente interpretados por el propio Affleck, Hamm, Jeremy Renner y Rebecca Hall.
El tercer largometraje de este actor, guionista y realizador ha sido su particular “canto de cisne”. El excelente guión Chirs Terrio contextualiza muy bien desde el comienzo, la historia que va a narrar y el lugar donde acontece. Irán, a comienzos de la década de los 80. El triunfo de la llamada Revolución Iraní en febrero de 1979, que da paso al mandato del Ayatolá Jomeini, desata un odio generalizado entre la población iraní hacia EEUU, entre otras razones por haber otorgado Asilo político a Mohamad Reza Pahlevi, el Sha de Persia, dictador, criminal, genocida, y precisamente colocado en su día por el Gobierno del pais norteamericano. Dicho odio desemboca en la toma de la embajada Estadounidense en Teherán por parte de un grupo radical, liderado por los estudiantes, provocando una crisis internacional de compleja y lenta solución. Affleck y Terrio focalizan la acción, no en la embajada, ni en la crisis de rehenes y su posterior rescate (modelicamente narrada por Mark Bowden en su libro Huéspedes del Ayatolá). A ambos cineastas, le interesa mucho más los seis estadounidenses que salieron de la sede diplomática justo antes del asalto, se refugiaron en el consulado de Canadá y fueron rescatados en virtud de una operación secreta orquestada por la CIA, cuya tapadera era un equipo de rodaje canadiense en búsqueda de localización de exteriores para una película de ciencia ficción de serie Z, Argo, cuyo guión pasea infructuosamente por los despachos de los ejecutivos de Hollywood y nadie quiere hacer.
Para ilustrar el modélico guión, Affleck apuesta por una puesta en escena clásica y otorga una mirada cómplice hacia el thriller conspirativo estilo años 70 (el logo de la Warner de esa época que podemos ver al comienzo, es toda una declaración de principios), no sólo el llevado a cabo por realizadores norteamericanos como Alan J. Pakula o Sydney Pollack, sino también el europeo, donde realizadores como Costa-Gavras, marcaron tendencia.
Pero además, la cinta de Affleck aprovecha para realizar una ácida y mordiente disección de Hollywood. En la época en la que transcurre la película, la meca del cine estaba en un proceso de caída libre: La mítica productora Metro Goldwyn Mayer ya sólo era distribuidora y se estaba diversificando en otras productoras menores que realizarían aunténticas basuras fílmicas; United Artists estaba apunto de irse al traste con el fracaso inminente de La Puerta del Cielo (Heaven’s Gate, USA, 1980), de Michael Cimino, y todo el mundo quería hacer su particular versión-imitación-plagio de La guerra de las galaxias (Star Wars, USA, 1977), de George Lucas. El destartalado cartel de Hollywood que vemos en algún momento de la cinta, realmente lo estaba, como nos ilustran imágenes de archivo en los créditos finales, pero funciona como una clara metáfora de la crisis referenciada. Los diálogos irónicos que Terrio coloca en la boca de los personajes que interpretan de modo sobresaliente John Goodman y sobre todo Alan Arkin (un maquillador ganador de un oscar y un productor venido a menos, respectivamente, que dan forma a la tapadera estadounidense del rodaje de la película fantasma), son modélicos y rezuman un pozo de amargura sin igual.
La capacidad de Affleck para insuflar armonía y ritmo, así como lograr que funcionen maravillosamente bien esas dos películas en una, demuestran que conoce el oficio. Quizá sea un poco pronto para encumbrar su labor como se está haciendo, pero sin duda la película crea expectación ante las siguientes propuestas.