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    Madrid, 1987
    Críticas
    2,5
    Regular
    Madrid, 1987

    Este país de todos los demonios

    por Carlos Losilla

    Uno, que es como es, tiene miedo, mucho miedo, al entrar a ver esta película. Sabe por experiencia que el cine español, cuando habla del país que lo ha parido, se siente siempre como agarrotado, paralizado, y no es capaz de dar una versión creíble de los acontecimientos, sea la guerra civil o los fusilamientos del dos de mayo. Además, ha leído que esta película pretende mantener el interés del espectador con sólo dos actores en un espacio, sus conversaciones, sus réplicas y contrarréplicas. Y entonces ya siente pavor, sobre todo cuando se entera de que los dos interlocutores son un veterano periodista que se parece mucho a Francisco Umbral y una jovencita que viene a simbolizar la nueva España, esa que va a olvidar progresivamente el franquismo, la lucha contra la dictadura, la estafa de la transición, y se va a integrar en un país hecho de retazos, de parches y chapuzas. En Madrid, en 1987.

    Afortunadamente, ni José Sacristán imita a Umbral ni María Valverde es una indocumentada. Pues el gran acierto de David Trueba en esta película es la humildad, a partir de la cual siempre se dicen más cosas que desde la fanfarria. Y no lo digo por la parquedad del decorado y el reducido número de personajes, sino por el modo en que lo enfoca: Sacristán y Valverde se encuentran en un café, con la excusa de un trabajo que ella debe llevar a cabo desde la historia reciente de España, y luego se ven encerrados en el piso de un amigo de él, y luego en el baño de ese piso, por problemas de infraestructura. Sacristán es un pedante, un tipo amargado que suelta sentencias a troche y moche. Ella es inocente y a la vez con el desparpajo de la España que no ha conocido nada, de la que no sabe nada. Por momentos, parece que la función va a deslizarse hacia el sainete intelectual, pero poco a poco se va creando un ambiente triste, melancólico que es lo opuesto, digamos, a una película de Garci, con quien Sacristán también trabajó: aquí los diálogos no son el mensaje, sino un mero vehículo para mostrar la soledad de los personajes, la incomunicación que se establece entre ellos. Incomunicación intelectual e incomunicación sexual, no hay reconciliación posible entre las generaciones, sólo un leve intento de acercamiento, de calidez mutua.

    ¿Y qué queda de todo eso? El desencanto, como diría Jaime Chávarri. Y con un inteligente juego de espejos: el discurso de un cineasta que observa los acontecimientos desde la distancia, y que por lo tanto no tiene por qué responder de verosimilitudes ni nada parecido. Sólo de lo que es una evocación soñada, de lo que pudo suceder. Es evidente que a veces eso se le hace pesado, le cuesta deshacerse de tópicos y evidencias. Pero remonta, sobre todo cuando se produce un curioso efecto, digamos, generacional. Alguien como yo, por ejemplo, que experimentó ese desencanto, que se encontraría a medio camino entre los dos personajes, se ve como frente a un espejo. Deformado, por supuesto. Y supongo que la generación de Sacristán encontrará también huellas de ese pasado, y también la de Valverde, que ya no es tan inocente. En cualquier caso, 'Madrid, 1987' se convierte en un caleidoscopio que no sabe de dogmatismos, ni de discursos unilaterales. Sólo de la certidumbre de una derrota: una idea de país, un sueño, que se desliza entre lo que deja atrás sacristán y lo que tiene por delante Valverde. En medio, un agujero negro que sólo puede evocarse mediante palabras, seguramente mentirosas, mitificadoras o ignorantes. Como un exorcismo.

    A favor: el atrevimiento de conseguir algo nuevo a partir de formas previsibles.

    En contra: una cierta timidez para ir aún más allá.

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