Mi cuenta
    Jimmy P.
    Críticas
    3,5
    Buena
    Jimmy P.

    Estudiar al otro

    por Gerard Casau

    La creencia popular nos indica que, cuando un cineasta europeo desembarca en Estados Unidos, habitualmente lo hace con un deseo irrefrenable de exhibir todo su potencial. Un ansia por manejar presupuestos más elevados, confiando que el acento anglosajón elevará sus características autorales al cubo, y que a veces se ve aplacada por la servidumbre a unos patrones de “corrección” dictados desde los despachos de un gran estudio. La singularidad de Jimmy P. estriba, precisamente, en no ser ni una magnificación de las señas de identidad de su director, Arnaud Desplechin, ni tampoco un producto impersonal y mercenario. Su naturaleza está más próxima a la de una sorprendente pieza de cámara que muestra el forro del estilo del director, justo cuando todo el mundo esperaba ver sus galas más vistosas.

    Un libro del antropólogo Georges Devereux (“Reality and Dreams: Psychotherapy of a Plains Indian”, publicado en 1951) sirve de materia prima literaria a Desplechin y a sus co-guionistas (Julie Peyr y el crítico cinematográfico Kent Jones), quienes revisan el caso de James Picard, un nativo americano que regresa de la Segunda Guerra Mundial aquejado de terribles dolores de cabeza, extrañas pesadillas e, incluso, de una ceguera intermitente, y que Benicio del Toro encarna con una introversión extrema, como si se tratara de un tímido gigante temeroso de desmoronarse. Al no hallar ninguna evidencia de dolencias físicas ni síntomas de depresión, el hospital militar en el que Picard se encuentra internado reclama el asesoramiento de Devereux (un Mathieu Amalric que resalta sus cualidades de histrión por encima del temperado clima que domina el filme), quien acompañará al paciente por el enrevesado laberinto de su mente.

    El planteamiento de Jimmy P. hace inevitable la comparación con películas recientes que se desarrollan en gran parte en el terreno de lo oral, flexionándose en divanes incómodos, como Un método peligroso y, especialmente, The Master (con la que comparte época y, también, un protagonista que arrastra las secuelas de un conflicto bélico). Pero el filme de Desplechin se distingue de estos precedentes al poseer un tono más reposado, sin picos dramáticos evidentes, acorde con las conversaciones que mantienen los dos personajes principales, y que ocupan la mayor parte del metraje. Esta situación nos priva del carácter coral de las obras más inflamadas del director (Un cuento de navidad, por ejemplo), aquellas en las que los distintos miembros de una familia disfuncional se desencuentran constantemente, y en las que uno podía tener una sensación similar a la de contemplar una compañía de teatro perfectamente engrasada y cómplice, que levantaban la edificación de la película ante nuestros ojos como si todo lo que en ella acontecía estuviera sucediendo en aquel preciso momento. Y pese a esta ausencia, Desplechin no renuncia a su mirada, escudriñando las secuencias con su habitual carácter curioso, acercando la cámara a objetos y personas sin terminar de alcanzarlos nunca.

    En realidad, Jimmy P. no se aleja en exceso de las cuestiones que han poblado el cine de Arnaud Desplechin. La familia vuelve a estar en el centro de las inquietudes y problemas del personaje central, pero en esta ocasión se trata de un concepto que crece fuera de campo, bloqueando cualquier posibilidad de confrontación. Por otro lado, la terapia que realizan Picard y Devereux no es otra cosa que la expresión literal de los métodos que atraviesan la filmografía del francés, fijada en el deseo de comprender qué elementos tangibles definen nuestra identidad, qué es lo que nos une o separa de algo u alguien (no hay mejor ejemplo de ello que L'aimée, documental en el que el director giraba el objetivo hacia sí mismo y hacia sus allegados).

    A estos dos elementos, Jimmy P. suma la figura del alienado, de aquel que no termina de pertenecer a un sitio y, por eso, está perennemente condenado a ser visto como el “otro”: esa es la razón por la que, al inicio del relato, los doctores acuden a un especialista europeo para analizar a un nativo americano. Porque, simplemente, “no le comprenden”. Y de la difícil alianza entre estos dos paradigmas de otredad cultural nace una película que, filmada en Michigan y Montana y producida con capital francés, también parece habitar en los márgenes entre dos tierras, no logrando identificarse nunca como plenamente norteamericana.

    A favor: la forma en que la cámara explora y nos acerca a sus objetos de estudio

    En contra: pensar que es tan solo la segunda película de Arnaud Desplechin que llega a las pantallas españolas

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