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    La lapidation de Saint Étienne
    Críticas
    3,5
    Buena
    La lapidation de Saint Étienne

    El síndrome de Diógenes

    por Carlos Reviriego

    Algo realmente podrido debe ocurrir entre una hija y su padre anciano para que ésta lo eche del coche y se marche sin mirar atrás. Arranca así el segundo largometraje de Pere Vilà i Barceló ('Pas a nivell', 2007), y lo cierto es que nunca sabremos muy bien qué ocurre o ha ocurrido entre ellos. Es la única secuencia del film que transcurre en exteriores. El resto del relato se enclaustrará en el apartamento del anciano, Etienne, y el título nos da el resto de la información. Efectivamente, como en 'La muerte del señor Lazarescu' del rumano Cristi Puiu, la película nos invita a acompañar a Etienne, un antiguio restaurador, en el agónico proceso final hacia su autodestrucción. No hay historia, nada que desvelar, solo la propuesta de entrar en cierta sintonía con la soledad y el dolor, el hastío vital del protagonista, su lenta podredumbre física y mental. Solo y abandonado en un piso viejo, habitado por el fantasma de su mujer fallecida, el viejo se abandona a la misantropía, a unas condiciones de vida insalubres, amontonando a su alrededor pilas de basura, enseres y fetiches de todo tipo, propios de alguien trastornado por el Síndrome de Diógenes. Recibe algunas visitas (su hermano y su hija, ansiosa por heredar el piso) y los vecinos se quejan del olor a putrefacción que sale del apartamento. No es una película fácil de habitar. Tampoco tiene que serlo.

    Embarcándonos en la angustia de la desaparición, en la progresiva pérdida de su dignidad y su existencia, hasta convertirse en una de esas radiografías con las que a modo de inquietante mosaico el anciano va empapelando las paredes del piso, el director esboza una traumática metáfora sobre el desprecio social hacia la vejez y todas las miseras que la rodean. Ciertamente el curso narrativo es endeble, y corre el riesgo de deslizarse hacia el tedio y la náusea contemplativa, pero Vilà es portador de una mirada más cercana a la antropología o la investigación clínica que a la compasión, mantiendo una pudorosa distancia hacia lo que filma. A pesar de algunos instantes en los que busca poetizar instantes carentes de poesía (con el empleo de violines melancólicos), el director no parece especialmente interesado en hacer al espectador partícipe del sufrimiento y el trastorno que afecta al anciano. El desinterés casi llega a ser maniqueísta, hasta el punto de que la estilización de una puesta en escena pretendidamente neutra –mediante largos planos fijos: manifiestamente rígidos, minuciosamente encuadrados, muy bien iluminados– nos invitan a ver la película sin el ánimo de incomodar nuestra existencia, casi como si tuviéramos que apreciar un brillante ejercicio de estiloantes que un relato de voluntad realista, que sin embargo no oculta cierto humanismo.

    A favor: Su ambición cinematográfica y su clara voluntad de alejarse de los lugares comunes del "realismo social".

    En contra: El papel de la hija, escrito y también interpretado (Marie Payen) sin ningún tipo de matices.

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