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    Qué difícil es ser un Dios
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Qué difícil es ser un Dios

    Chapoteos en la fosa séptica de la Historia

    por Daniel de Partearroyo

    Tras 14 años de complicada realización, la última película del portentoso cineasta ruso Aleksei German por fin ve la luz. Su llegada a los cines se produce de manera póstuma; tras el fallecimiento del autor en 2013, han sido su mujer y su hijo los encargados de rematar la dilatada postproducción y el montaje de sonido finales de esta adaptación alucinada e hipnótica de la novela Qué difícil es ser un Dios de los hermanos Strugatsky. El libro, un clásico de la ciencia-ficción soviética que el director llevaba intentando trasladar al cine desde finales de la década de los 60, cuenta las desventuras de Don Rumata, viajero interestelar de una Tierra del futuro que trabaja como observador imparcial en un planeta cuyos habitantes se encuentran estancados en una Edad Media muy similar a la terrícola. Para su desesperación, Rumata no puede intervenir en la evolución natural de Arkanar promoviendo una suerte de Renacimiento que deje atrás la actual era de oscuridad, sino que debe ser testigo impasible de las violentas atrocidades y barbarismos medievales a los que se entregan sus ignorantes y crueles conciudadanos. Junto al imperio del barro, el lodo, el polvo, las heces y variopintos fluidos corporales donde viven, esa desesperada displicencia vital se convierte en el mayor motivo visual de la película: un viaje en primera persona por la mejor representación de la Edad Media de la historia del cine, sintetizada en toda su repugnante hediondez con un esmero encomiable.

    La adaptación de German es más bien una digestión argumental del libro de los Strugatsky y no una ilustración al uso, como puede esperarse de un cineasta tan particular y exigente con el espectador como el autor de ese meteorito caleidoscópico y mareante que fue Khrustalyov, My Car! (1998) o dos obras maestras totales como la bélica Control en los caminos (1971) y la generacional Mi amigo Ivan Lapshin (1985). Qué difícil es ser un Dios, tratándose del proyecto de toda una vida, sin exagerar, lleva las constantes de abigarramiento estético de la anterior obra de German hasta su máxima radicalización, convirtiendo la pantalla de cine en un recargado retablo de acciones abyectas y rostros grotescos comparable con los imaginarios de Brueghel el Viejo o de El Bosco.

    La cámara flota ingrávida en una sucesión de planos secuencia infatigables, de discurrir fluido y magnético, mientras los personajes colocan frente a ella toda clase de objetos, cazuelas, espadas o patas de gallo asfixiando los planos. Pese al ambicioso y pulcro trabajo de ambientación, con exteriores rodados en la República Checa y una concienzuda construcción de escenarios en San Petersburgo prolongada durante años, German no hace ni una sola concesión al lucimiento espectacular de la producción, enclaustrando la mayor parte del metraje en agobiantes planos cerrados que contribuyen al agobio y desorientación de la experiencia. Siempre en compañía de Don Rumata, vamos dando tumbos por una realidad que no acertamos a comprender mientras sus habitantes escupen, cagan, sorben flemas y exudan roña en un festival de efectos de sonido postsincronizados y mezclados con diálogos tendentes al absurdo que, en línea con la tradición onírica del director, se funden en el mismo plano auditivo. Sálvese quien pueda.

    Eso sí, Qué difícil es ser un Dios no se agota como experiencia sensorial extrema. La eliminación masiva de los intelectuales de Arkanar y el avance del fanatismo religioso conservan su potencia metafórica tan eficaz como en el momento de publicación de la novela original en la URSS aplicada a la Rusia actual o a cualquiera de los indicios de avance de oscurantismo en el mundo moderno. No debe olvidarse cuando, al salir de la sala, instintivamente busquemos dónde limpiarnos el barro.

    A favor: El rigor formal y la fuerza visual de su severidad narrativa. 

    En contra: Su visión puede convertirse en una experiencia tan desconcertante como agotadora; pero merece la pena de sobra.

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