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    Valla, valla, aquí no hay tablas

    por Alberto Lechuga

    Las vallas, a las que hace referencia el título original, sirven para separar cosas. Para evitar que los de al otro lado entren. Pero, también, para evitar que los de dentro salgan. Y en esa dualidad se mueve Fences, una película de sinopsis simple (la vida de una familia afroamericana a finales de los 50), pero llena de personajes contradictorios, complejos, de matices que hablan de una época que se va y de otra que llega. En definitiva, de lo que hay a un lado (la vida, la belleza, lo que nos une) y otro (la muerte, la tragedia, lo que nos separa) de la valla.

    Basado en una célebre obra de teatro (premio Pulitzer de 1987) del reputado dramaturgo August Wilson, Denzel Washington lleva ahora a pantalla la misma obra que le coronara sobre las tablas de Broadway allá por 2010. Fueron 114 representaciones del texto, junto a Viola Davis, que también repite personaje, y ese bagaje se nota en unos actores con pies de plomo que hacen suyo un texto copioso con aparente facilidad y un trabajo contundente de precisión corporal. Washington se mantiene apegado al texto sin excepción hasta llegar a las más de dos horas de metraje en una película que va ganando calado emocional por sedimentación. La película se sigue con interés por sus actores, y porque su texto mantiene su vigencia (para ser una película bastante gritona, es sin embargo uno de los ejemplos menos tramposos de lo que podíamos llamar como Black Movies Matter, o la respuesta de los estudios al #OscarsSoWhite), pero no salva el escollo de algún trazo grueso heredado (el personaje del hermano enfermo), cierta intensidad dramática que se traduce en tono afectado histriónico al abandonar las tablas y una  excesiva fidelidad a los planteamientos teatrales de la pieza que se quiere rigor y acaba dotándolo de un esqueleto formal algo plúmbeo.

    No obstante, no hay que desestimar esta Fences, correcta tercera película de un Denzel Washington que progresa adecuadamente como director, y que encuentra destellos brillantes a un lado (cuando la palabra y el gesto toma la escena en largos diálogos sin cortes) y otro (el inspirado montaje musical) de la valla que separa el cine del teatro.

    Lo mejor: sus actores.

    Lo peor: que su paso al cine no suma, sino resta.

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