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    Corazones de acero
    Críticas
    3,5
    Buena
    Corazones de acero

    Hombres en guerra

    por Carlos Losilla

    En los títulos de crédito finales de La cruz de hierro (1977), de Sam Peckinpah, imágenes de la Segunda Guerra Mundial viradas en un saturadísimo blanco y negro aparecían como fondo de los nombres de actores y técnicos, como si aquel pasado retornara en forma de fantasma para ilustrar la historia que se acababa de contar. En este sentido, creo que no es casualidad que Corazones de acero (el título original es Fury: sin comentarios) termine de un modo parecido, con fotografías violentamente impresas en rojo sangre sobre las que aparecen los créditos. David Ayer, ex marine y director de otra película notable –Sin tregua (2013)--, no es Peckinpah, ni mucho menos, pero su trabajo tiene algo tanto de la brutalidad seca y rabiosa del autor de La huida (1972) como del realismo que otro maestro del cine bélico, Sam Fuller, construyó a golpe de cámara y montaje. Dicen las crónicas que Ayer, para escribir sobre esos tanques americanos que avanzaron hacia Berlín en los últimos días de la guerra, se ha inspirado en hechos verídicos al tiempo que estudiaba los vehículos de ese tipo albergados ahora en museos y otras instituciones. Sea como fuere, la película sabe a verdad, como un buen ejercicio periodístico, y a la vez consigue pronunciadas (aunque desiguales) cotas de lirismo sobre eso que en inglés se llama men in war.

    Pues de eso se trata, ni más ni menos. Tres soldados y un sargento (Brad Pitt, en una apreciable composición, que parece la otra cara de la que desplegó en Malditos bastardos, de Tarantino) viajan en un tanque por tierras alemanas, en pleno 1945, enfrentándose a cualquier obstáculo en su trayecto hacia la capital. A ellos se une un muchacho casi imberbe (Logan Lerman, muy adecuado en su papel de aprendiz de brujo) que primero reniega de la guerra, luego la comprende y finalmente la asume como parte del aprendizaje de la vida. No estamos, pues, ante una película antibelicista, por mucho que los horrores de la contienda no solo no se escatiman, sino que se exponen razonada y razonablemente. Tampoco se trata de un juguete despreocupado y dispensador de adrenalina, aunque las escenas de acción estén filmadas con nervio y brío, y ocupen buena parte del metraje. Corazones de acero es, más bien, una mezcla no precisamente original en el marco del género, pero conducida con un estilo y una personalidad fuera de toda duda: por un lado, Ayer pretende mostrar la guerra en todas sus ambivalencias, en su miseria humana y en su grandeza épica, en el absurdo que genera pero también en el modo en que construye lazos y crea relaciones; por otro, ese clima acaba concentrándose en la trayectoria de un joven que aprenderá todos eso en poco tiempo y, por si fuera poco, encontrará un padre en la figura de su líder, alguien en cuyo espejo mirarse y entender que todo es mucho más complejo de lo que parece.

    Ayer no siempre logra sus ambiciosos propósitos, entre otras cosas porque elige una estructura y una mise en scène rotundamente peculiares: grandes bloques secuenciales separados por amplias elipsis, que convierten el relato casi en una sucesión fragmentaria de episodios. Es cierto que eso convierte Corazones de acero en una película dispersa y desigual, con escenas memorables (la toma de un pueblecito, la tensa estancia del grupo en casa de dos mujeres alemanas…) y otras más prolijas y engoladas (la batalla final, que mezcla una ejecución formal impecable con una confusa maraña conceptual que incluye grandes palabras como Heroísmo, Espíritu de Grupo o Capacidad de Liderazgo, ahí es nada), pero el balance final es claramente positivo. La película de David Ayer (ahora mismo uno de los valores más sólidos del cine americano) recurre a la tradición del género no para homenajearla, ni para imitarla, ni tampoco para impugnarla, sino para buscar un raro equilibrio entre todo eso que además incluya un cierto sentido del detalles realista, una redefinición de la épica cinematográfica. Para demostrar que cada periodo de la historia tiene su forma de mirar al pasado.

    A favor: El bonito equilibrio entre realismo cotidiano y descripción salvaje de la guerra.

    En contra: La última secuencia, claramente desproporcionada en relación al resto.

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