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    Everest
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Everest

    La magnitud de la tragedia

    por Suso Aira

    Durante los años de hegemonía nazi previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando el cine propagandístico se tornó menos dado a la metáfora y más directo en el mensaje, existió un género inmensamente popular: el dedicado al montañismo. Dotadas de una excusa argumental mínima (sí, había lugar para el melodrama, la aventura, la poesía…), estas películas tenían que ver bastante más con otras cosas que con el cine deportivo. Eran elegías filmadas a mayor gloria de una comunión mística entre la Naturaleza y el hombre. Bueno, mejor dicho: una comunión mística entre la Naturaleza simbolizada en una montaña inaccesible y el hombre ario. El crecimiento personal, racial, moral e incluso espiritual se lograba escalando cimas inaccesibles, dejándose incluso la vida en el intento. Todo valía con sólo conseguir poder llegar a la cumbre, alzar la mano y tocar el infinito, el Cielo, a Dios.

    Everest no es un producto de propaganda nazi, por supuesto (aunque el retrato que da del líder inconsciente de la expedición con trágico final es lo suficientemente controvertida y discutible que casi parece la descripción de un tirano), pero sí que dota a la cima más alta de nuestro planeta de un aura mística y mítica, de un valor divino absolutamente prístino. El Everest es Dios, por supuesto, es un Dios del Antiguo Testamento, un ente vivo y feroz. Es la ballena blanca (blanca como la nieve que corona su cumbre) de Moby Dick desafiando a Ahabs de excursiones pijas de fin de semana. Toda la parte final del film de Baltasar Kormákur, desde que la tempestad y la furia de los elementos se desatan sobre los montañeros, es una wagneriana y muy pangermana sinfonía de pequeños seres humanos enfrentados al Destino, a sus destinos, a su pequeñez al lado de la Naturaleza. Es en esos instantes cuando Kormákur se adentra con acierto en la pura abstracción aparcando en el campamento base ese documentalismo de canal televisivo de deportes extremos que había estado utilizando como manual de estilo hasta el momento.

    Es en esas secuencias, que habrían contado con la aprobación de los exegetas del simbolismo ario y también de un cineasta acostumbrado a desafiar a los dioses (Werner Herzog), donde Everest se desmarca del melodrama convencional (la mayoría de los personajes femeninos, salvo el de Emily Watson, no aportan nada al relato), de la pulcra (y espectacular, eso está fuera de duda: paisajes alucinantes y momentos de puro tour de forcé visual) plasmación de hechos reales trágicos y del videoclip alpinista de riesgo. Queda asimismo un grupo de actores (masculinos) que hasta resulta de estirpe hawksiana en las escenas de la calma previa a la tempestad, en esas charlas en la tienda de campaña. Y una crítica a la comercialización y banalización de esas excursiones en el Himalaya, tal vez demasiado ingenua, pero que a la postre enlaza con esa idea del hombre tratando de alcanzar a Dios, tratando de tocarlo como él lo hizo en la Creación.

    A favor: Su abstracción desoladora, y teológica, de la tragedia.  

    En contra: A ratos es demasiado convencional.

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