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    El cumpleaños de Ariane
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    El cumpleaños de Ariane

    La fantasía de proletario

    por Carlos Reviriego

    La firma del director no es la habitual. Al final de los créditos de apertura, leemos: “Una fantasía de…”. Y por tanto así debemos tomarnos este nuevo largometraje de Robert Guédiguian, considerado a partir de obras como Marius y Jeannete (1997) o Mi padre es ingeniero (2004) como el abanderado de un cine social que, al estilo Ken Loach, siempre ha retratado en la pantalla las vidas de la clase trabajadora para mostrar las desigualdades sociales en el contexto de la creciente globalización económica. Su cine de prosa, inspirado en técnicas del neorrealismo, da paso aquí a una especie de oasis o paréntesis en su filmografía, que no sabemos si será un giro o no –aunque después ya ha realizado otra película, presentada en Cannes, Une historie de fou, un relato histórico en torno al genocidio armenio–, pero que claramente se despega del tono fuertemente anclado en la realidad de su cine para poner en escena un cuento, una ensoñación, una película en la que habla una tortuga.

    De nuevo el barrio portuario de L’Estaque de Marsella sigue siendo el escenario geográfico de la ficción, que conforma el imaginario visual del director, y que siempre ha sido un personaje más en las ficciones del cineasta francés, equiparable a lo que significa Portland para el cine de Gus Van Sant o Nueva York para el de Martin Scorsese.  En el caso de El cumpleaños de Ariane, Marsella se transforma en el espacio de una fábula, un lugar entre poético y mágico que procura mayores resonancias con las ciudades ficticas de Macondo para Garcia Márquez o Yoknapatawpha para Faulkner. Al cabo, con toda su audacia y aparente inocencia, con sus desmayos hacia el humor blanco o su tono general tendente a la bonhomía, incluso desde su aspecto de cine añejo y melancólico, El cumpleaños de Ariana emerge como una hermosa y delicada fábula sobre el redescubrimiento personal y la necesidad de ser libres.

    Guédiguian filma, en el fondo, un canto a la libertad que parece remitir precisamente a su posición como cineasta, incluso como activista político que ha visto cómo sus luchas contra las desigualdades se han frustrado por el camino. Sus batallas de celuloide frente a las injusticias sociales y laborales quedan neutralizadas ante la certeza de que el cine no puede cambiar el mundo. Todo ha sido un sueño. Aunque sea por refracción, este desencanto tiene la capacidad de dejarse ver en el optimismo general que impone a su útima película, como si necesitara recordar los viejos tiempos y reivindicar su pureza a través de Jacques Tati, de Louis Ferrat, de Louis Aragon, de Pasolini, incluso. Pero quizá lo más hermoso de la película es su encendido gesto tributario no solo hacia su mujer y musa, Ariane Ascaride –la película es de hecho el regalo de cumpleaños del director a la actriz, que forman una de las parejas artísticas más duraderas y fructíferas del cine europeo–, sino a su otra familia marsellesa, la troupe habitual de grandes actores, como Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, que han volcado tanta pasión y talento en su cine. Y que sigan haciéndolo.

    Lo mejor: Su absoluta falta de pretensiones, su encanto y romanticismo.

    Lo peor: El final, que delata la necesidad narrativa de Guédiguian de justificar el tono ensoñador del film.

     

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