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    La leyenda de Barney Thomson
    Críticas
    2,5
    Regular
    La leyenda de Barney Thomson

    Gloria y miseria de un peluquero escocés

    por Gerard Casau

    “Si nadie te ofrece un buen papel, regálatelo tú mismo”. Algo así debió pensar Robert Carlyle cuando decidió debutar en la dirección llevando a la pantalla el personaje de Barney Thomson, protagonista de una serie de novelas de humor negro inaugurada por Douglas Lindsay en 2003.

    Barney Thomson es un mediocre peluquero de mediana edad, cuyo rasgo más reseñable es su incapacidad para establecer conversaciones casuales con la clientela; algo tan imprescindible en su oficio como la destreza a la hora de manejar las tijeras. Ese handicap lo ha ido marginando progresivamente en la peluquería donde trabaja, hasta colocarlo a las puertas del despido. En ese punto, una discusión con su jefe acaba en un accidente estúpido, y el patrón muerto. Barney pedirá ayuda a su madre para deshacerse discretamente del cadáver, pero su mala suerte hace coincidir su desliz con las andanzas de un asesino en serie que tiene Glasgow aterrorizada, lo que acaba colocando al protagonista en el punto de mira de la policía.

    La leyenda de Barney Thomson permite a Robert Carlyle sumergirse en las raíces de su acento escocés; una dicción que le ha brindado sus momentos más celebrados (particularmente, el 'Begbie' de Trainspotting, a quien pronto volverá a encarnar). Su ópera prima es, de hecho, un canto de amor-odio a su cuna: los personajes se lamentan constantemente de vivir en una ciudad que consideran poco menos que un vertedero, pero los encuadres y la fotografía de Fabian Wagner buscan cierta estilización, dotando de un romanticismo ocre a las esquinas menos turísticas de Glasgow.

    La película es, también, un mano a mano de Carlyle, grimoso y tiernamente patético en la piel de Barney, con otros dos actores: Ray Winstone y Emma Thompson. El primero interpreta al bronco policía que intuye las grietas en la historia del peluquero, mientras que Thompson da vida a la madre del protagonista. Pese a tener tan solo dos años más que su director y partenaire, la actriz suma arrugas a su rostro a base de maquillaje, para encarnar con una viveza casi violenta a una anciana con afición al bingo y a las carreras de caballos, que machaca psicológicamente a su hijo (“Nunca te vi el sentido”, le espeta en un momento del film) y que guarda uno de los secretos centrales de la película.

    En La leyenda de Barney Thomson, todos los personajes están frustrados o resignados a vivir en la fealdad. Esa acumulación de ira se proyecta de un extremo a otro de la pantalla, y marca la pauta de unos diálogos que acumulan insultos y maldiciones (si bien la cerrado del habla escocesa los hace casi indescifrables), y de las relaciones entre los protagonistas; siempre agresivas y despreciativas. De ahí surge, teóricamente, la comicidad de la propuesta, pero al instalarse permanentemente en el sumidero de lo desagradable, resulta difícil saber con qué friccionan esas asperezas.

    Puede que nos sorprendan los primeros minutos de la película, con su desfile de imágenes de los miembros amputados (penes y traseros incluidos) que el asesino manda a los familiares de sus víctimas, y con la presentación de unos personajes y escenarios donde todo parece rezumar una capa de grasa. Pero el impacto se diluye pronto en la monotonía del tono. Y si las andanzas literarias de Barney Thomson conocieron siete entregas, resulta complicado verle continuidad a su gemelo fílmico, pues no apetece pasar demasiado tiempo en su compañía.

    A favor: Los actores, y el retrato de una Glasgow estilizadamente desagradable.

    En contra: El carisma del film se agota antes de que termine el metraje.

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