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    Todos queremos algo
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Todos queremos algo

    Ritos de paso en la América soñada

    por Carlos Losilla

    El cine de Richard Linklater empezó a imponerse en ciertos círculos a partir de Boyhood (2014), su película anterior, quizá porque revestía de un cariz respetable lo que en gran parte de su filmografía previa eran crónicas aparentemente desenfadadas sobre lo que significa vivir, moverse, interactuar y pensar –en el sentido amplio de la palabra— en la América contemporánea. En efecto, Linklater llevaba haciendo cine desde mediados de los 80, y entre otras cosas era el responsable de la trilogía compuesta por Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013), que seguía las andanzas de una pareja –y de un par de actores: Ethan Hawke y Julie Delpy— a lo largo de veinte años de encuentros y desencuentros. Pero nuestro hombre también había dirigido productos tan distintos  a estos como Escuela de rock (2003) o Una pandilla de pelotas (2005), cine de género, cine de adolescentes, cine de espíritu serie B que, en el fondo, albergaba las mismas cargas de profundidad: primero, una visión alternativa sobre el concepto americano de “comunidad”; y segundo, una reformulación del estilo clásico filtrado por las nuevas olas europeas de los 60 y el nuevo Hollywood de los 70. En este sentido, Todos queremos algo  es una especie de culminación, pues combina magistralmente la raíz más popular del cine de Linklater con su propio envés, de manera que termina reflexionando con absoluta espontaneidad no solo acerca de la historia reciente de América sino también sobre sus modos de representación cinematográficos.

    En principio, se trata de una extraña secuela de Dazed and Confused (1976), en la que el cineasta ilustraba los últimos días de un grupo de chavales en el instituto, inmediatamente antes del verano que iba a marcar su paso a la universidad, allá a finales de los 70. Así, Todos queremos algo sigue esa deriva, pero centrándose precisamente en las jornadas previas al inicio de las clases en la facultad de otros muchachos de los años siguientes que podrían ser aquellos pero no lo son. Este deslizamiento, que respeta el arco temporal pero no el elenco de personajes, es muy significativo de lo que persigue Linklater en sus películas: el cine es un acto colectivo que intenta plasmar la vida en su conjunto, como si el retrato de ciertos individuos fuera solo una parte de un todo indivisible, como si estuviera intentado reflejar el universo a través de algunos de sus pobladores que, a su vez, se interconectan entre sí de película en película. De este modo, la pareja de la trilogía Antes de… podría surgir de cualquiera de sus primeras películas, desde Slacker (1991), mientras que el chico de Boyhood personificaría la infancia y adolescencia, por ejemplo, de los protagonistas de esas mismas historias. Entre las películas de Linklater existe una continuidad que hace que sus personajes parezcan entrar y salir de ellas como si el tiempo no existiera. Y he ahí otra cosa que hace de Todos queremos algo una película-resumen de la filmografía del cineasta, pues su ritmo perezoso, desigual, fragmentario, la convierte en algo así como un sueño, una colección de estampas de los años 80 que parten de la evocación para llegar al realismo y luego a un fascinante estado onírico, un método que confirma a Linklater como el discípulo de Rossellini que ya asomó la cabeza en Antes el anochecer y terminó de manifestarse en Boyhood.

    Al principio, la película es una sucesión de anécdotas en torno a un grupo humano que se va formando poco a poco. Parece incluso algo así como una fotocopia en sepia de algunas películas de adolescentes de los 80, al estilo de Porky’s, pero en el fondo estamos hablando de cómo pasan el tiempo (y cómo pasa el tiempo para) unos cuantos chicos a los que les faltan tres días para empezar las clases en la universidad, es decir, en el final del verano de sus vidas. Estas primeras escenas parecen superficiales, incluso a veces groseras y soeces, pero su acumulación las hace más bien patéticas y conmovedoras: estamos hablando de unos cuantos muchachos que intentan afirmar su masculinidad en los inicios de la era Reagan, y de cómo todo eso se enfrenta al sistema de valores americano. Como en todas las películas de Linklater, reinan la discontinuidad y los cambios de tono, como si no existiera un argumento definido, pero avanzando hacia una modulación cada vez más reflexiva y sombría. En un momento dado, se revelará la razón de todo eso: la dedicación al deporte, al béisbol, de esos chicos, y sus otras diversiones tienden hacia una visión de la vida competitiva que terminará disgregando el grupo para mal y para bien, pues termina el tiempo de la amistad y empieza el del amor. Y esa evolución personal coincidirá con una evolución colectiva, un cambio radical de valores en la cultura juvenil, que pasa del rock al punk y de la solidaridad al individualismo, todo ello resumido en la escena en que los protagonistas acuden a un concierto punk: esa ya no es su época, están fuera de su tiempo, y a la vez empiezan a habitar un tiempo indefinido que los llevará a la edad adulta. En ese mismo sentido, cuando Jake (Blake Jenner) acude con sus amigos a la fiesta de “artes escénicas”  a la que lo invita su novia, el motivo de Alicia que la articula no solo lo hará ingresar en el “país de las maravillas” de la pareja sino también entrar en otro tiempo, pues para Linklater la aparente placidez de los días oculta una serie de ritos de iniciación encubiertos que nos obligan a vivir en una nebulosa casi hipnótica, de manera que la cotidianeidad se convierte poco a poco en mito, nuestro propio mito vital.

    Todos queremos algo discurre desde la pura nada, desde lo episódico, hasta la elegía. Y llega un momento –no sé muy bien si en la escena del concierto punk o en la de la fiesta mencionada— en que la película se rompe, en que su vitalidad se pone en duda, y todo empieza a adquirir una tonalidad más ambigua. ¿Estamos en la realidad de la vida de esos chicos o en el tiempo del sueño que el propio Linklater retrató en Waking Life (2001)? Sea como fuere, el relato se diluye, se vuelve aún más fascinante y ambivalente, y el cineasta se inscribe en una cierta nómina del cine americano que va desde el George Cukor de La gran aventura de Silvia (1933) hasta el Wes Anderson de Viaje a Darjeling (2007) o Moonrise Kingdom (2012), con el que tiene más de un punto de contacto, pasando por el Vincente Minnelli de Brigadoon (1954): la vida es sueño, sí, pero eso no impide que nos afecte físicamente, a través del gozo y a través del dolor, en una especie de duermevela en el que permanecemos siempre atrapados. En cualquier caso, esta es una de las mejores películas americanas de los últimos años.

    A favor: cine en estado puro que, por si fuera poco, no hace alarde ello.

    En contra: a algunos les podrá parecer insustancial tras el tour de force de Boyhood, pero –atención— ¡no lo es en absoluto!

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