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    Memorias de un hombre en pijama
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Memorias de un hombre en pijama

    Y entonces llegó ella

    por Marcos Gandía

    No hacía nada nuevo el ilustre Paco Roca cuando reunió en un solo álbum (ese formato de lujo que ennobleció, y ayudó a convirtió en superventas, el multipremiado Arrugas) varias de las historietas que publicara semanalmente como suerte de un diario casi autobiográfico (y si non é vero…) de las cuitas de un dibujante convertido, por decisión propia, en un voyeurístico anacoreta misántropo (o más bien misógino). Memorias de un hombre en pijama sorprendía un tanto a quienes conocían únicamente a Roca como el autor de ese tierno (y a ratos cruel) ejercicio Michael Landon sobre la tercera edad, la memoria y el alzheimer que fuera la citada Arrugas. En esta obra ya tenía cabida el humor, pero no tanto como en esta crónica episódica de un recalcitrante personaje decidido a vivir la adolescencia (o infancia tardía) perdida paseándose en pijama por su apartamento. Así, el tebeo, y también la película que ahora se estrena (que introduce leves cambios con respecto al original), se basan en los mecanismos de la comedia y del humor, del gag recurrente y del que surge al idear una serie de situaciones que funcionan como viñetas, estampas en el día a día de este náufrago voluntario.

    Escribía al comienzo que Paco Roca no hacía nada nuevo con estas historietas, como tampoco hace nada novedoso su trasvase a la gran pantalla en formato de animación (con injerencia de la imagen real). De hecho, la película que surge de la novela gráfica de Roca es un nada indisimulado remake/versión/adaptación de lo que Melville Shavelson llevara a cabo en 1972 al tomar los chistes para prensa, las ilustraciones y los dibujos del ácido James Thurber para contarnos la eterna Guerra entre hombres y mujeres. La misoginia del personaje encarnado por Jack Lemmon se plasmaba mediante secuencias de animación que servían de conciencia (mala, claro) al choque entre su deseo de vivir alejado del mundanal ruido y la intromisión de una mujer que iba a alterarlo todo, tal como mandan los cánones de la comedia romántica.

    Memorias de un hombre en pijama bebe de ese Lemmon, pero también de ese otro encerrado en su piso, el de El prisionero de la segunda avenida, según la pieza teatral homónima de Neil Simon. Es una comedia romántica a su propio pesar, que prioriza el chiste (en ocasiones el chascarrillo), algo que el estilo del dibujo y la animación parecen esconder entre algo más amable y políticamente correcto (el de la nueva comedia nacional, maniatada y castrada por la caza de brujas). Es precisamente una comedia como las de antes de los tiempos inquisitoriales (a propósito de ello lean cierta crónica de cierta insoportable crítica en el pasado Festival de Málaga), una suerte de heredera en dibujos animados de cuando los Farrelly no se autocensuraban, cuando Ben Stiller no pedía perdón por hablar del culo de un ligue, o de cuando nuestra comedia, desde los años 50 a la de la Transición, no se tenía que gobernar por lo que opinara una turba desde Twitter.

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