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    Mandarinas
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Mandarinas

    La guerra del cítrico

    por Carlos Losilla

    Mandarinas parece una película destinada a ganar y ganar premios en todos los festivales cinematográficos habidos y por haber. Para empezar, es una producción del este europeo, con todo lo que ello conlleva de prestigio en un sentido político y también estético. En segundo lugar, su propio título ya enuncia una metáfora que se hace evidente en el argumento, como si esas mandarinas que maduran en un lugar de Estonia durante las guerras de principios de los 90 representaran la vida que los conflictos bélicos no dejan crecer, con el consiguiente mensaje pacifista. Y, en fin, todo ello viene servido por una narración que se pretende sobria y concienzuda, amén de unos actores lejos del estereotipo de la star hollywoodiense, es decir, vulgares pero excelentes. ¿Hay quién dé más?

    Pues sí, la propia película, que en el fondo alcanza sus mejores momentos allá donde menos se espera. En efecto, quizá si Quentin Tarantino viera Mandarinas en su viejo videoclub la incluiría en su lista de must. Hay en ella una situación explosiva, un anciano estonio que alberga en su casa a un georgiano y un checheno heridos y enfrentados a muerte, lo cual genera una tensión continuada, expresada en diálogos veloces, a veces de una helada comicidad. Hay también un punto claustrofóbico del que nacen las situaciones dramáticamente más afortunadas. Y hay una presión externa que a la vez comprime y desencadena los acontecimientos finales, expresados en un poderoso clímax violento. En el fondo, Mandarinas está deseando ser una película más convencional de lo que aparenta.

    Y no lo digo en un sentido negativo, ni mucho menos, por mucho que la película estuviera nominada al oscar y a los globos de oro en su momento. Zaza Urushadze ha confeccionado un producto hábil, efectivo, que puede contentar a todo el mundo: a quien busca un conflicto dramático y a quien quiere algo más. Nunca profundiza lo suficiente en los motivos étnicos y políticos de la guerra que expone como para molestar a nadie. Pero tampoco deja de hacer presente durante todo el metraje que estamos en medio de la descomposición soviética de principios de los 90, como en una especie de trágica fantasmagoría. Del mismo modo, sus personajes nunca hacen llegar la sangre al río en medio de sus trifulcas, y el mensaje antibélico se materializa en el equilibrio amistoso que alcanzan. Sin embargo, será un deus ex machina externo quien desencadene lo que todos estamos esperando, en una secuencia brutal, sin concesiones...

    Pues bien, es en ese equilibrio entre el cliché y su transgresión que Mandarinas alcanza una cierta grandeza. Instalada en esa zona neutral entre la película de tesis y el huis clos casi a lo Peckinpah, el fim de Urushadze escapa a toda clasificación y, pese a sus altibajos, descubre a un cineasta perspicaz, con agudo sentido del detalle, que sabe crear tiempos y dirigir actores, todos ellos espléndidos. Lo cual no es moco de pavo.

    A favor: situaciones explosivas y actores de primera.

    En contra: cuando todo eso se convierte inevitablemente en tesis torpemente pacifista.

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