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    Cézanne y yo
    Críticas
    2,5
    Regular
    Cézanne y yo

    Duelo de genios

    por Paula Arantzazu Ruiz

    “Contigo nunca sé si estoy ante un perro, una cobra o una mariposa” le dice en un momento de Cézanne y yo el escritor Émile Zola (Guillaume Canet) a su amigo el pintor Paul Cézanne (Guillaume Gallienne). Esa confesión en mitad de los bosques mediterráneos de Aix-en-Provence será un punto de inflexión de su relación de amistad, tal y como Danièle Thompson la narra en este biopic de egos exaltados y genialidad enfrentada, ya que será una de las últimas visitas del autor de Germinal al artista en su casa de la campiña provenzal.  Aunque pintor y novelista volverán a verse, al menos hasta que la publicación de L'Oeuvre, una roman à clef sobre el círculo de los impresionistas, les llegue a separar del todo, ese fragmento de íntima conversación será el último en el que ambos, amigos desde la infancia, se comprendan o busquen ese entendimiento que hasta entonces les había vuelto inseparables. 

    Thomas ha perfilado, así las cosas, un retrato sobre los vaivenes de dos genios cuyas vidas van en paralelo pero parecen ir a la contra: mientras Cézanne huye de la alta alcurnia que le ha protegido económicamente (y que seguirá haciéndolo con una pensión mensual que le enviará su padre hasta bien entrada la edad adulta) con el objetivo de poder pintar sin ataduras, Zola va medrando socialmente a medida que su pluma agita la política del París del Segundo Imperio y los primeros años de la Tercera República francesa. Su radiante amistad juvenil se irá alimentando de las diversas frustraciones de la vida hasta, obvio, contaminarse del todo; unos escollos que acabarán separando a los amigos hasta el desprecio (casi mutuo) pero que serán el denominador común de su manera de percibir cómo el genio creativo merma con el paso del tiempo. Ante esa gravedad que sienten los personajes –un aspecto que resta interés a la historia, porque ¿cuántos biopics de prohombres de la historia hemos visto ya a estas alturas?–, Thomas opone los paisajes iluminados y paradisíacos de la Provenza francesa, casi siempre desde los ojos de un Cézanne enamorado de ese espacio, refugio último para un artista cada vez más huraño, escurridizo y alejado de las intrigas de los Salones de artistas de París. 

    Es precisamente cuando la cinta se deja llevar por la plasticidad del material que trabaja cuando gana enteros; algo que, sin embargo, no sucede en demasiados momentos, lastrada por los encontronazos verbales de sus protagonistas. “Quiero pintar el flujo del aire, el calor del sol, la violencia de las rocas”, exclama Cézanne y ese anhelo también parece ser el del espectador, a quien apenas se le muestra la belleza de los cuadros del pintor. Sólo en los créditos finales, las distintas versiones del Monte Sainte-Victoire, que obsesionó al artista a lo largo de su vida, dan cuenta de su talento irreductible. 

    A favor: Su retrato de la Francia del Segundo Imperio y la Tercera República a partir de los sucesivos flashbacks que narran los encuentros de los protagonistas.

    En contra: La solemnidad y gravedad con la que se presentan los personajes.

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