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    Tres recuerdos de mi juventud
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    Lourdes L.
    Lourdes L.

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    2,0
    Publicada el 2 de junio de 2016
    Grandilocuencia pasional, que asfixia al mundanal público.

    ¿Y qué escribo sobre ésto?, es la pregunta que me rondaba la cabeza durante parte de su recorrido, desde ese instante -temprano, para mayor lamento- que comprendí que la historia de Paul no me iba a seducir, motivar o causar gran impacto; lo cual podría haberse llevado bien, una vez asumes el estatus nada ordinario elegido y la dificultad que entraña dicho reto, pero es que ¡tampoco esperaba que poco a poco fuera consumiendo mi interés por ella!, hasta ese punto de estar más atenta, y agradecida -también hay que decirlo- a mis palomitas que a los deseos, hazañas y aventuras de este carcomido exiliado francés que regresa a casa y, entretanto, rememora sus recuerdos más extremos e importantes de su pasado.
    Tres momentos, una infancia de dolor y maltrato, de foscos sentimientos maternos y ausencia de cariño paterno, su contacto con el riesgo y lo prohibido de la mano de su mejor amigo judío por tierras rusas y, por fin, su gran amor adolescente, la bella y elegante Esther, donde ya se acaba de rematar la distancia y somnolencia previas a su adorada aparición, al aparecer esa voz en off que viene a redondear la cansina y desganada dialéctica que poco transmite/nada dice, excepto parloteo incesante sin incentivo ni vibrante despertar de su estímulo ido.
    Se centra fundamentalmente en su juventud e incursiones sexuales, así como en el despertar a la realidad y a la responsabilidad madura, tras el oportuno abandono de los atropellados accidentes que tienen lugar cuando se actúa sin pensar, llevados por la impulsiva dirección de las emociones y los arrebatos pasionales que les acompañan; pero utiliza un lenguaje tan sofisticado, una comunicación tan chic, una narrativa tan altiva y elitista que pierdes el enganche, olvidas la seguida, te distancias del discurso y quedas como un observador anónimo, que ni participa ni disfruta del relato narrado.
    Y da igual que surja la mirada fija a cámara, para hablar directamente al vidente; éste ya está desconectado a estas alturas, y da igual los recursos que utilice Arnaud Desplechin o lo que se diga, ya llevas mucho tiempo visionando con escasa ganas, con pesadez suprema y ¡aún queda rato!, y nada de lo que aparezca podría cambiar la conclusiva sentencia de que, si ellos “se cansaron el uno del otro”, tú estás agotada de ambos.
    Y por fin el epílogo, para acabar de redondear la podredumbre de una mirada vacía, de mente apagada, que no se altera, abriga ni complace, sólo rueda hasta cumplir sus minutos y confirmar que vuelve a darse un caso más de disensión con la experta crítica, que habla de ella con una suculencia y decoro difícil de entender y aceptar.
    Y aquí quedo, decepcionada y dolida, ante lo que pretendía ser una nutritiva sesión de buen cine y ha resultado ser aburrida y cargante; mucha cháchara tendenciosa, mucho fotograma teatrero, mucha pose refinada y altisonante locuacidad de quien habla desde la arrogancia de las alturas, para los pocos entendidos y bendecidos con tan exquisito gusto y entendimiento.
    Tres recuerdos de mi juventud que viran en torno a ese magnificado amor que tanto idolatran los franceses, dar la vida por la mujer amada, vanagloriada a diva; musa sin instrucciones cuyo contacto irá perfilando y definiendo las fantasías locas de un atormentado enamorado que está en proceso constructivo de su personalidad disgregada; romanticismo absorto en sus propios pensamientos, que divaga extasiado hacia la idealización de las emociones y la extravagancia del ego.
    Necesitada paciencia, para un romance soporífero dentro de su poética armadura, que olvida la entrada misteriosa de inicio, para rematar con una valentonada de bravucones, ya crecidos, por una damisela que ni siquiera se halla presente.
    Su pomposidad va contra usual corriente..., provoca acidez ordinaria.

    Lo mejor; su ambiente parisino, de amor primerizo.
    Lo peor; el estímulo de estar al margen de lo convencional, se convierte en dejadez y abandono.
    Nota 5
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