Mi cuenta
    Paulina
    Críticas
    3,5
    Buena
    Paulina

    El compromiso

    por Alberto Lechuga

    He aquí una película comprometida a varios niveles, y he aquí un cineasta que predica con el ejemplo, que va hasta el final de su propuesta aunque sea incómoda, aunque sea incluso desconcertante. Después de situarse en el mapa como un excitante cineasta político con su primera película, Santiago Mitre se encuentra en la tesitura de responder al encargo de Telefé – algo así como el equivalente a Mediaset en Argentina, productora de El secreto de tus ojos o Relatos Salvajes -, que le ofrece escribir un remake de La Patota, controvertida película argentina de la década de los 60. Aquí llega un primer nivel de compromiso: Mitre acuerda filmar para el gigante audiovisual el guión encargado, que vuelve a escribir junto a Mariano Llinás (Historias extraordinarias). Rodar con un holgado presupuesto y para una empresa de miras internacionales supone responder a ciertas expectativas, una responsabilidad hacia el convenio firmado. Es en esta clave como podemos leer su textura exportable, ciertos gestos formales de prestigio (el efectista plano secuencia final), la narrativa que se bifurca en diferentes puntos de vista con ánimo de pluralidad ideológica, la presencia central de la estrella bonaerense Dolores Fonzi... En fin, pautas que la acercan al molde de “película de autor para festival”, que es lo que una productora comercial suele buscar cuando deja su dinero en manos de un autor. Que no cunda el pánico, también se materializa otro tipo de compromiso: el de Mitre hacia el espectador. Mitre es un autor, sí, pero uno convencido de que esa condición no es incompatible con la de ser un cineasta popular. Esa convicción hizo que El estudiante, una pequeña película self made de discurso, calara en el gran público con nervio de thriller y es la que hace que, en sentido inverso, Paulina parta de mimbres reconocibles para acabar enfrentándonos a tesituras sorprendentes.

    Paulina (Fonzi), hija de un influyente juez (Oscar Martínez), decide dejar una vida acomodada para formar parte de unos talleres de formación política para jóvenes de una zona desfavorecida de Misiones, de por sí una de las provincias más pobres de Argentina. Hasta ocho serán los minutos de apertura en los que Mitre presente posturas a través de un riguroso plano secuencia en el que los personajes entran y salen del plano con la misma fluctuación nerviosa de las idas y venidas de los argumentos y acusaciones. El padre de Paulina es juez y encarna a la Ley, la postura “razonable”, procedimental, con el desencanto lógico del que opera desde las entrañas del sistema. Paulina tiene una fuerte conciencia social que vive con visceralidad, con la firme convicción de que el cambio se genera de cuerpo presente. En efecto, la película de Mitre es directa, explícita en su planteamiento, pero nunca obvia: la dialéctica es compleja, llena de matices y contradicciones, nunca maniquea ni simplista. Ya en el primer día en la escuela, los alumnos de la clase derrumban todos los tópicos del cine social; los jóvenes viven una realidad lo suficientemente dura y lo suficientemente real como para que venga una “burguesita” a hablarles con misericordia de parábolas políticas.

    Mitre es coherente con su propio discurso. Así, lo que puede parecer como una especie de envite autoral a la fórmula de Mentes peligrosas se rompe por un acontecimiento central que hace caer la cortina. Poco después de llegar a la escuela, Paulina es violada por un grupo de jóvenes de la clase en la que imparte. El cineasta argentino resuelve la delicada encrucijada con un doble giro tan osado como audaz: Paulina ha quedado embarazada, quiere tener el hijo y decide no denunciar a sus agresores. Es aquí donde observamos el nivel de compromiso más difícil de la producción, el que Mitre mantiene consigo mismo como cineasta, que le hace atreverse a llevar la película más allá, a complicarse la vida andando con paso firme en terreno resbaladizo, fiel a su cine de preguntas sin respuesta única, sin moralismos ni lecciones. Una coyuntura radical que pondrá a prueba el tejido de nuestras convicciones y que abre un espacio fértil en el que las normas morales chocarán de manera objetiva con el imperativo ético. ¿Qué lleva a una persona a dejar voluntariamente impunes a los que han abusado de ella de manera terrible? ¿Debe su padre permitirlo?  ¿Puede permitirlo un juez? Lejana ya toda pátina de cine social de certamen, Mitre vertebra un dilema ética/moral/política de calado tan emocional como filosófico. ¿Por qué decide la protagonista tener un hijo fruto de un acto tan vil? A las razonables dudas del padre, con las que es normal empatizar, el texto de Mitre y Llinás responde con una bella y consecuente respuesta de Paulina: la de no replicar a un mundo caótico, injusto y violento con su último agente, la muerte, y sí con su opuesto, la vida. Pero una vez más, no es esa la única respuesta posible ni, quizás, la más justa. El debate está servido.

    A favor: su capacidad para llevarnos con respeto y convicción por arenas movedizas, su feminismo nada complaciente

    En contra: cierto acercamiento al cine social de festival.

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