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    White Boy Rick
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    White Boy Rick

    La importancia de los pequeños detalles

    por Carlos Losilla

    El cine americano siempre ha encontrado sus mejores formas de expresión entre lo más grande y lo más pequeño, entre la gesta épica y la descripción costumbrista, en algún lugar en medio de todo eso. Estoy hablando de un hombre junto a la tumba de su esposa en algunas películas de John Ford, de unos cuantos mafiosos entrando al ralentí en un bar al ritmo de algún tema de rock and roll en otras de Scorsese, de un par de mujeres poniendo en duda los códigos masculinos mientras conversan distendidamente en ciertas ficciones de George Cukor… Pues bien, en White Boy Rick, la historia de un adolescente descarriado que vive en los suburbios de Detroit durante los años 80, su progresiva implicación en el tráfico de drogas controlado por la aristocracia de la delincuencia negra de la zona, su colaboración con la policía como infiltrado en esos círculos, inspiran a Yann Demange para entregarnos un relato épico, una visión de América entendida como el infierno sobre la tierra, un bullicioso melting pot que solo sirve para fomentar las desigualdades raciales y de clase… Pero lo mejor de la película no está ahí. Lo mejor de White Boy Rick surge del mimo con que recrea la vida familiar del muchacho, de cómo contempla la compleja, conmovedora relación con su padre (excelente, como siempre, Matthew McConaughey), y de cómo todo ello se convierte en el verdadero  tema de la película. Una vez más en el cine americano, el pequeño gesto es más importante que la gran gesta, en este caso que esa grandilocuente historia con el marchamo de Basada en Hechos Reales que termina por fagocitar a todo lo demás, por apropiarse del relato y convertirlo en una más de esas ficciones contemporáneas que pretenden legitimarse a sí mismas por el solo hecho de haber tenido lugar en eso que llamamos “realidad”.

    En efecto, empieza la película y los paisajes suburbanos, las casas desastradas, las calles polvorientas, los interiores deteriorados y destartalados, albergan relaciones igualmente al límite, que se mueven inexplicablemente entre el amor incondicional y el desapego impuesto por el horror de esa vida cotidiana. La policía que vigila el barrio (otra pringosa composición de Jennifer Jason-Leigh) no es menos sórdida ni descorazonadora, llega a dudosos tratos con el chaval protagonista en el interior de un automóvil que surca la noche sin rumbo, en una travesía fantasmal. Y si llegamos a la conclusión de que eso no tiene futuro alguno, de que todos los personajes parecen condenados a no poder salir nunca de es ratonera, de esa vida miserable y ruin, no es porque nadie lo diga, sino porque lo vemos inscrito en esos rostros, en esas relaciones, en la descripción de ese entorno. White Boy Rick hubiera podido ser una gran película sobre lo que significaba vivir en la América de Reagan, sobre los efectos del neoliberalismo de los 80 en las clases más desprotegidas, y sobre la imposibilidad de romper con ese orden de cosas orquestado por una élite dirigente implacable y feroz. En una escena emocionante, Rick le dice a su padre que no se esfuerce, que ese es su lugar y no podrá salir de él, que nunca podrá abrir el videoclub con el que sueña porque “aquí es donde quieren que estemos”. Y eso, la película de Demange lo muestra muy bien en su primera parte, en las miradas que se cruzan blancos y negros en la discoteca, en la imagen de Rick acudiendo a una boda con un espantoso traje nuevo, en una secuencia en Las Vegas que termina con toda la panda viendo –derrotados y borrachos— un combate de boxeo en la televisión…

    En cambio, cuando White Boy Rick entra en su segunda mitad y Demange se pone solemne, cuando las escenas se acumulan porque parece que importa más mostrar la frenética deriva de los hechos que seguir describiéndolos con calma, cuando el director se sitúa por encima de sus personajes y los utiliza como marionetas de su discurso finalmente engolado, entonces la película pierde su densidad, esa textura progresivamente negra y abatida que la caracterizaba, y se vuelve un mera excusa para culminar con los consabidos rótulos finales que dan cuenta del destino de los personajes y nos informan de si fulanito pasó tantos años en la cárcel o menganita se volvió a casar. En ’71, la ópera prima de Demange, las calles del Ulster se convertían en laberintos inextricables y una noche de persecución devenía una oscura, absurda odisea urbana en el contexto del intrincado conflicto político y militar irlandés. Es decir, era el movimiento, los cuerpos, los choques entre ellos y el aspecto amenazador y sombrío de unas cuantas calles y casas lo que confería a la película todo su sentido. No se sabe si por tratarse de su primera incursión en el cine de Hollywood o porque no ha sabido mantener con firmeza el mismo tono, Demange, en White Boy Rick, se deja llevar por la rutina a partir de un cierto momento y abandona lo que parecían ser sus señas de identidad, aquello que podría convertirlo en un verdadero cineasta: la capacidad para ver y filmar objetos y afectos, ambientes y relaciones, movimientos e itinerarios, sin recurrir ni al subrayado moral ni a la histeria visual.

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