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    La noche devora el mundo
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    La noche devora el mundo

    El inquilino discreto

    por Carlos Losilla

    Esta película, la ópera prima de Dominique Rocher, está dialogada por completo en inglés, por mucho que transcurra en París y se dé por supuesto que los personajes son franceses. Ello no supondría ningún inconveniente –es más, podría ser un bonito indicativo de su vocación abstracta-- si no se convirtiera poco a poco en algo más grave. Cuando el protagonista despierta en casa de su novia, tras haber intentado recoger sus cosas después de una ruptura, se encuentra rodeado  por un ejército de zombis y la cámara, como hará también después en varias ocasiones, se pasea por los tejados hasta que vislumbramos la torre Eiffel. Estamos en París. ¿Estamos en París o eso quiere la película que creamos? Pues el modo en que Rocher filma los espacios, interiores y exteriores, la manera neutra y aséptica en que los mira, podría indicarnos también que estamos en Nueva York, o en Roma, o en Londres. No importa. Lo que importa, en cambio, es el valor simbólico de ese espacio: la civilización, el mundo contemporáneo, ese universo que se viene abajo. Un valor que es valor de cambio, pues puede cotizar también donde se lo proponga, en los mercados cinematográficos de Nueva York, Roma o Londres. Y La noche devora el mundo es una película que también quiere cotizar. No me extrañaría reencontrar a Rocher el año que viene, o dentro de poco tiempo, dirigiendo su segundo o tercer largo en Hollywood, que le habrá empezado a prestar atención porque su película así lo quiere: habla en inglés, París queda despersonalizada, el mundo entero es un proceso globalizador en el que todos nos movemos, como el protagonista, en busca de la supervivencia. La ópera prima de Dominique Rocher, más que una película de terror, es un intento desesperado por asaltar el mercado internacional. Y eso también da miedo.

    Pues ¿cómo hablar de la despersonalización del mundo desde una película también despersonalizada? La noche… quiere ser metáfora de muchas cosas. Del fin del diálogo y de la política, por ejemplo. De hecho, Sam se ve abocado a esa pesadilla terrorífica tras haber fracasado en su intento de hablar con Fanny, su novia, por una simple cuestión sentimental. E incluso encuentra un cierto placer en su nueva situación: vive solo en un gran apartamento, es capaz de alimentarse sin trabajar ni salir, disfruta de la música en todos sus aspectos, ya sea cuando encuentra viejos casetes o cuando se pone a tocar una batería que aparece a su alcance como de la nada. Sam es la representación perfecta de un mundo que se ha devorado a sí mismo, ensimismado y perplejo. ¿No estará sucediendo todo eso en su cabeza? ¿No se tratará del sueño que lo asalta mientras duerme allí, en casa de su novia, esperando a que esta desaloje a sus invitados y lo atienda? Cuando otra chica aparece en su vida, en su nueva vida, no solo le dispara, sino que luego la convierte en objeto de sus fantasías –no voy a explicar cómo--, la introduce en su propio delirio, para que forme parte de él. Roman Polanski, o quizá Marco Ferreri, hubieran convertido esta situación en un discurso sobre la paranoia contemporánea, hubieran aprovechado esa anécdota claustrofóbica para hablar de la soledad y el aislamiento, incluso para difuminar los límites entre realidad y sueño, entre la vida y la ficción. En lugar de esto, Rocher se entrega a una narración de terror convencional disfrazándola de fábula arty, sin dejar de recurrir torpemente a los signos del género: hay zombis con la cara desfigurada y algún que otro miembro amputado, hay suspense, incluso hay sustos. Y ni siquiera aprovecha esa lucha entre personaje y espacio que le proporciona la historia para elaborar a partir de ahí su puesta en escena. Prefiere llenar los tiempos muertos con actos que siempre quieren decir algo, que siempre significan, a su manera simple y cansina.

    El único aspecto de La noche… que me interesa, sin embargo, llega a justificar parcialmente la película y tiene que ver con algo tan cinematográfico como es el movimiento. Al contrario que en cierta tradición del cine de zombis, por ejemplo de La noche de los muertos vivientes, aquí los cadáveres ambulantes se mueven mucho, se agitan sin cesar, se contorsionan en gestos siempre espasmódicos y desacompasados. En cierta manera se parecen a los jóvenes de Climax, de Gaspar Noé, o hasta al protagonista de Holy Motors, de Leos Carax. No en vano Denis Lavant, quizá recién salido de esta última, se pasa la película en un ascensor, debatiéndose en ese espacio mínimo, mordiendo rejas y moviendo sus sucias manos en ese aire viciado. Sam habla con él, lo insulta, pero también experimenta piedad por él, como si se tratara de una extraña criatura que ha dejado de ser humana pero todavía ni siquiera ha llegado a ser zombi. Frente a todo ello, Sam se muestra pasivo o se mueve con elegancia por entre los escombros del mundo que conoció, calcula pacientemente los alimentos que le quedan o escucha música con unos auriculares. Y así la oposición entre el bullicio de los monstruos y la dignidad que Sam intenta preservar a toda costa se convierte en lo mejor de esta película igualmente descoyuntada y confusa, como el universo en ruinas del que se convierte en epitafio. No importa, por lo tanto, si los zombis representan a los chalecos amarillos o a la extrema derecha que vuelve o a ambos en uno. Ese tipo de identificaciones, en el seno del cine de terror, siempre se había dado por supuesta.

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