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    La Cordillera
    Críticas
    3,5
    Buena
    La Cordillera

    Ritos (políticos) maléficos

    por Paula Arantzazu Ruiz

    En mitad del relato de La cordillera, Santiago Mitre decide cambiar por completo el tono de thriller político de la película para coquetear con el fantástico à la Hitchcock: un psicoanalista hipnotiza a Marina Blanco (Dolores Fonzi) –la hija del recién nombrado presidente de la República Argentina, Hernán Blanco (Ricardo Darín)–, que sufre ataques psicóticos. Situaciones desesperadas exigen medidas desesperadas, porque el presidente se encuentra en mitad de una cumbre de países latinoamericanos que deberá acordar (o no) un pacto geopolítico estratégico en el sector de la energía, y no puede permitirse cualquier atisbo de crisis familiar. ¿Qué esconde la hija de Blanco en el oscuro abismo de su inconsciente, si es que oculta algo? ¿Qué esconde, por su parte, el presidente de la República? 

    La cordillera comienza, así las cosas, como una película de conspiraciones –que muchos han querido ver como la traducción argentina de House of Cards (con algo de desatino)–, y así lo subraya la hipnótica secuencia que inaugura la cinta. Pero las intenciones del filme van algo más lejos, porque en realidad lo que pretende Mitre es hacer de ese terreno montañoso en el que tiene lugar la historia el escenario de un rito de paso político por el que un hombre común abraza el mal, si es que no lo ha abrazado antes de poner el pie en las cumbres de los Andes. “El mal existe”, confiesa el personaje interpretado por Darín (espléndido) en una entrevista que le hace una periodista (Elena Anaya), y sus ambiguas palabras resuenan en la composición del plano con el que Mitre nos enseña el rostro ausente del protagonista al responder esa frase. Nada más definitorio y a la vez nada más inquietante. 

    A favor: Cómo la película se transforma de thriller político a alegoría del mal. 

    En contra: Que ese cambio tal vez algo brusco.

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