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    Bel Canto (La última función)
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Bel Canto (La última función)

    Del síndrome de Estocolmo y la alianza de civilizaciones

    por Alberto Corona

    Es curiosa la pareja que forman Bel Canto. La última función y la recientemente oscarizada Green Book. Ambas han llegado a las carteleras españolas con un mes escaso de diferencia, y más allá de un discurso similar —aunque de ejecuciones y resultados radicalmente diferentes— es tentador echarle un vistazo a las peculiares carreras de sus directores. Tanto Paul Weitz como Peter Farrelly empezaron en esto del cine al lado de sus hermanos Chris y Bobby, y no le hicieron precisamente dentro del indie más ceñudo y festivalero, sino en el marco de las comedias idiotas. Los Farrelly llegaron a ver su apellido indisolublemente asociado a finales de los noventa con éxitos como Algo pasa con Mary, Vaya par de idiotas o Dos tontos muy tontos. Los Weitz, por otro lado, debutaron nada menos que con American Pie, y si bien más tarde refinaron su fórmula gracias a la algo más seria (y estupendísima) Un niño grande, pocos podían imaginar que alguno de los dos se vería involucrado en dramas serios, sesudos y oscarizables. Aunque hablar de Oscar a raíz de una propuesta como Bel Canto debiera ser tan excesivo y desnortado como, propiamente, hacerlo con Green Book.

    El caso es que ambos films, estudiados como exponentes de cierto cine adulto y comprometido, dispuesto a enarbolar historias que nos inspiren y hagan avanzar como sociedad, resultan muy ilustrativos de la facilidad con la que cualquier realizador de medio pelo puede aspirar de pronto a ser atendido por los círculos más académicos: sólo ha de coger un episodio presuntamente real, reunir a los actores de carácter indispensables y, sobre todo, diluir cualquier atisbo de personalidad en base a la importancia del film. Bel Canto, basándose en una una novela de Ann Patchett, rememora unos hechos verídicos sucedidos en Lima entre 1996 y 1996, cuando la embajada japonesa fue tomada por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y mantuvo a cientos de personas como rehenes, exigiendo al gobierno peruano la liberación de varios presos políticos. A priori, parece un escenario poco proclive a la comunión de colectivos —al menos en lo que se refiere a los secuestradores, ya que japoneses y estadounidenses se llevan guay ya de antes—, pero eso es porque no contábamos con el socorrido síndrome de Estocolmo.

    La película que ha dirigido en solitario Paul Weitz, luego de haber abandonado a su hermano a merced de blockbusters destrozacarreras como La brújula dorada o La saga Crepúsculo: Luna nueva, pretende ser un relato coral del conflicto donde secuestradores y secuestrados, ante una común opresión, estrechan lazos y forman una improvisada familia durante los casi dos años que dura el cautiverio. No obstante, las caras más conocidas del reparto son las de Julianne Moore y Ken Watanabe, interpretando respectivamente a una cantante de ópera norteamericana a la que los guerrilleros le interrumpen el concierto y a un empresario japonés enamorado de su música que lleva muy mal que a su hijo le mole el heavy metal. Bel Canto presta especial atención a su plomizo romance sin desatender la brocha gorda que ya presagian los primeros minutos del film, pero también tiene tiempo de diseñar un escenario de común entendimiento donde Julianne Moore enseña música a uno de los secuestradores, Christopher Lambert se pasea por los pasillos con cara de no entender nada, todos dejan de lado sus diferencias para echar partidos de fútbol, y acaba surgiendo (cómo no) el amor entre un rehén y una de las guerrilleras.

    Y a ver, que tampoco está mal. Si hay algo que transmite Bel Canto es una transparencia absoluta en lo que se refiere a su planteamiento; una transparencia tal que deja bien al descubierto, desde que se produce el secuestro, todas las debilidades e hipotéticas fortalezas del artefacto. El melodrama fluye torpón y amodorrado, el metraje transcurre sin que Paul Weitz tenga una mísera idea de cómo sacar algo estimulante del amasijo de buenas intenciones, y el final es tan necesariamente impactante como lo sería un letrero colocado a tiempo de “basado en hechos reales”. Más allá de ahí pues lo de siempre: bastantes momentos con el sentido del ridículo atrofiado, la sempiterna condescendencia del salvador blanco, y diálogos lánguidos y veraniegos preguntándose por qué no podemos todos llevarnos bien. Justo lo necesario para que, sobre el papel al menos, Paul Weitz sea considerado como un realizador serio y comprometido, y el espectador vuelva a casa sintiéndose mejor persona. Vamos, que todos salimos ganando, ¿no?

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