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    El vicio del poder
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    El vicio del poder

    Se lo han currado como unos cabrones

    por Quim Casas

    Tras firmar algunos de los títulos más representativos de la nueva comedia norteamericana, la mayoría de ellos con Will Ferrell –El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, Hermanos por pelotas, Los otros dos, Los amos de la noticia–, Adam McKay le dio un vuelco tanto a su temario como a su estilo con La gran apuesta, un film digamos que más serio, aunque no exento de sarcasmo, sobre la quiebra económica mundial del 2008. Parece que, de momento, ese va a ser el nuevo territorio a explorar, ya que El vicio del poder se centra en Dick Cheney, jefe de gabinete, secretario de defensa y vicepresidente en distintas épocas de la vida política estadounidense de las últimas décadas, alguien que creció (¡y de qué manera!) a la sombra de Donald Rumsfeld durante el mandato de Richard Nixon.

      Pese a la severidad del tema, personaje y contexto, McKay continúa utilizando elementos de comedia y, sobre todo, unas decisiones narrativas bien distintas a las del biopic ortodoxo. En primera instancia, parece que estemos ubicados frente a una película de David O. Russell por cierto tono coincidente en las primeras secuencias y, sobre todo, la presencia de los mismos actores de La gran estafa americanaChristian Bale (Cheney) y Amy Adams (su esposa, Lynne). Pero Bale, así como Steve Carell,

    quien interpreta a otro peso pesado de la política norteamericana reciente, el citado Rumsfeld, ya estaban presentes en La gran apuesta, así que McKay los ha llevado igualmente a su terreno, maquillaje camaleónico incluido en el caso de Bale.

      Según Lynne, un vicepresidente es alguien que se sienta a esperar a que el presidente muera. Pero Cheney le otorgó un cariz distinto a esta figura cuando fue vicepresidente de George Bush Jr. Lo convirtió en quien ejercita el poder de verdad. La película se abre con el 11/S y, ante la imagen de las Torres Gemelas derrumbándose tras el ataque terrorista, la voz en off nos asegura que en ese caos, en ese momento de tensión difícil de definir, Cheney fue el único que vio una oportunidad de entre todos los que estaban presentes en el gabinete de crisis.

      Cheney logró que el poder ejecutivo fuera individual y sentó las bases de la tortura que se puede ejercer hoy en día a cualquier sospechoso de terrorismo. McKay lo ilustra a su estilo, con una secuencia cómica en la que el chef de un lujoso restaurante, encarnado por Alfred Molina, les cuenta los nuevos planes de tortura como si fueran los platos de su exquisita carta, terminando con un “excelente elección” cuando Cheney y demás políticos-comensales lo piden todo.

      No es el único elemento de distancia cómica que procura la película. A la mitad del metraje hay un amago de final feliz made in Hollywood, con todos los personajes felices y contentos mientras desfilan los títulos de crédito: un cruce entre los estilemas de la comedia bárbara y Jean-Luc Godard. Y, sobre todo, hay un narrador que no sabemos quien es hasta los veinte minutos de metraje. En aras del maldito spoiler no podemos explicar quien es y cual es su cometido global en la película, pero responde a otra excelente idea de guion.

      El vicio del poder empieza con esta advertencia: “Esta es una historia real, o tan real como pueda ser posible, porque Dick Cheney es uno de los personajes más herméticos de la historia. Pero nos lo hemos currado como unos cabrones”. Sería muy saludable que la opción de McKay sentará cátedra y, a partir de ahora, los biopics (de personajes políticos o no) rompieran lazos con la convencional ortodoxia del género. El film –cuyo título original es intraducible dados sus dos significados (vice: vicio; vice: vicepresidente), aunque Vicepresidente resultaría igual de taxativo como el que ha recibido en España– demuestra que se puede hacer cine político serio utilizando elementos de comedia y una narrativa más experimental.

     

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