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    La Red Avispa
    Críticas
    3,5
    Buena
    La Red Avispa

    Nunca salimos de Cuba

    por Carlos Losilla

    La pregunta salta a la vista: ¿a qué viene una película como La red avispa después de Doubles vies, el trabajo anterior de Olivier Assayas? Pero también puede plantearse de otra manera: ¿a qué venía Doubles vies después de Personal Shopper, no solo una de las propuestas más estimulantes de la década sino también la continuadora de otra igualmente poderosa y fascinante como era Viaje a Sils Maria, diríase que la precuela de la siguiente? En otras palabras, la filmografía de Assayas se está deslizando en los últimos años por una pendiente cuyo final puede que ni siquiera él conozca. Por un lado, eso puede parecer síntoma de una desorientación que lo está conduciendo a una dispersión temática y estilística cada vez más acusada. Por otro, podría ser la señal de que nuestro hombre está ahora mismo en un proceso de búsqueda permanente, dando vueltas alrededor de unos cuantos conceptos que no saben aún muy bien qué forma tomar. Por eso Viaje a Sils Maria y Personal Shopper resultaban tan sugerentes: sus personajes, sobre todo las memorables (co)protagonistas a las que encarnaba Kristen Stewart, estaban también atravesando ese tránsito en el que todo es difuso y nebuloso, como los valles y las corrientes de agua de Sils Maria o la pantalla del móvil que le servía de guía en la otra película. Y por eso tanto Doubles vies como La red avispa parecen compuestas por imágenes un tanto difuminadas, desorientadas: en el fondo, como las dos anteriores, también son hijas de una época caracterizada por la velocidad a la que se mueven las apariencias y la desestabilización de aquello que antes conocíamos como “realidad”.

    Si Viaje a Sils Maria y Personal Shopper procedían directamente de Ingmar Bergman y Brian de Palma, dos cineastas con más cosas en común de las que podría parecer a simple vista, La red avispa parece nacer del Alfred Hitchcock de Topaz, tanto por su ambiente como por su tono. Nos encontramos inmersos en una trama de espionaje que tiene que ver con la actual política globalizada, por mucho que la película se remonte a los años 90 e ilustre ciertas peripecias del tardocastrismo, concretamente las aventuras de un comando de élite encargado de infiltrarse en los grupos contrarrevolucionarios que actuaban en Estados Unidos. Y, por supuesto, en la trama resultante abundan no solo las máscaras y las traiciones, las apariencias que engañan, sino también los desencantos y las desilusiones, la sensación de que todo es una vana pantomima, un gran teatro del mundo donde importan menos las convicciones y las certezas que las sombras temblorosas que se agitan en decorados siempre precarios y provisionales, que pueden saltar por los aires en cualquier momento. Al igual que en Doubles vies, lo que importa es el movimiento perpetuo de esas figuras en el fondo insignificantes, la manera en la que el mundo en el que viven las arrastra de aquí para allá. Pero, a diferencia de Viaje a Sils Maria y Personal Shopper --y también de la espléndida Domino, precisamente la última película dirigida por De Palma--, ello quiere encarnarse en una estética que no llame la atención, en una puesta en escena neutra basada más en el montaje que en la disposición y el ordenamiento de las figuras en los decorados.

    Assayas es un cineasta siempre preocupado por las dinámicas de su tiempo, por el modo en que los cuerpos pueden ser capaces de sobrevivir en un entorno cada vez más virtual, una poética que ha desplegado con éxito en diversos géneros, incluso antes de esta última etapa, desde el cine dentro del cine de Irma Vep hasta el technothriller de Demonlover. Podríamos decir, además, que esas tenebrosas trastiendas de la política ya aparecían, admirablemente escanciadas, en Carlos, su serie sobre el terrorista del mismo nombre, que podría constituir el prólogo de la La red avispa, sobre todo desde un punto de vista cronológico. Sin embargo, en esta última, hay varios inconvenientes que se ve incapaz de soslayar. Primero, la estructura elíptica que escoge como forma de relato se revela finalmente demasiado saltarina, como si pasara de una cosa a otra sin dar demasiada importancia a nada. Segundo, su puesta en escena se adapta a esa superficialidad igualando escenarios y situaciones, aplanándolo todo con una indiferencia digna de mejor causa.  Y tercero, el elenco de actores y actrices nunca da la talla, se resienten de la ausencia de una dirección firme que les señale el camino a seguir. Con todo, el relato resultante contiene la suficiente extrañeza como para intrigar incluso al espectador más escéptico. Esas marionetas que se mueven incontroladamente ante nuestros ojos, que sufren y mueren por causas de las que acaban abjurando, son las mismas cuyas andanzas admiramos cuando nos las cuentan los medios de comunicación. Y ahí sí estamos en territorio Assayas, por mucho que esta vez no haya sabido balizarlo adecuadamente.

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