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    Diamantes en bruto
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Diamantes en bruto

    Luces negras

    por Philipp Engel

    Hay un momento de Diamantes en bruto –una auténtica obra maestra, digámoslo de entrada–, en el que The Weeknd, que se interpreta a sí mismo, exige que pongan las luces negras antes de cantar para un reducido grupo de incondicionales en un exclusivo club de Manhattan. La escena tiene su miga. En primer lugar, porque conecta Uncut Gems (título original, más cortito) con la estética de la anterior, y no menos magistral, película de los Safdie, Good Time (2017), una odisea nocturna que se caracteriza por la fotografía fluorescente de Sean Price Williams, aquí revelado por la fotografía nerviosa y los planos cortos de Darius Khondji. El público exclusivo de la discoteca también podría simbolizar a la discreta camarilla de locos seguidores de la que han gozado los Safdie hasta la fecha, incluso con Good Time, una película increíblemente maltratada que, a pesar de haber competido por la Palma de Oro, apenas si recibió premios, y se estrenó de tapadillo en Netflix, además de estrellarse contra muros de obtusa incomprensión. Esperamos que Uncut Gems –en Netflix, a partir del 31 de enero– corra mejor suerte, aunque sólo sea por la estrecha relación que su máximo protagonista, un extraordinario Adam Sandler, mantiene con la plataforma desde sus inicios. En Sandler recae la responsabilidad del reconocimiento de los Safdie.

    Dejando de lado que The Weeknd se consideró como un auténtico revolucionario en el ámbito del rap y r&b –al igual que los Safdie en el mundillo del indie americano, que ya padecía falta de autenticidad– la escena también nos trae a la mente El rey de Nueva York (Abel Ferrara, 1990), la película que marcó un antes y un después, con aquel bailoteante Christopher Walken, en la cinéfila relación entre el hip hop y el mundo del hampa. No es extraño que imágenes de otras películas nos bombardeen mientras contemplamos (extasiados) Diamantes en bruto, porque, sin ser en este caso una referencia explícita, los hermanos Josh y Benny Safdie, tal y como ellos mismos nos revelaron en Go Get Some Rosemary (2009), tienen alma de proyeccionistas. Les encanta comentar sus referentes en las entrevistas, y sus películas se construyen a partir del cine del pasado, para proyectarlo hacia un futuro que, sobre todo gracias a ellos, ya está aquí. Así, si dijimos que Good Time es el Libertad condicional (Ulu Grosbard, 1978) del siglo XXI, con Robert Pattinson corriendo en la noche como si fuera Max Dembo, también podemos asegurar, sin que nos tiemble la mano, que Uncut Gems, bien podría ser El asesinato de un corredor de apuestas chino (John Cassavetes, 1976) del Nuevo Milenio, y lo siento si, dejando de lado esa Nueva York que es algo más que el decorado del universo Safdie, he tirado de dos referentes muy de la Costa Oeste. El filme de Grosbard es ineludible al tratarse de la adaptación de la novela de Edward Bunker –ya saben, Mr. Brown–, posiblemente el escritor que mejor ha sabido, por venir de ahí, describir los bajos fondos de la sociedad norteamericana, algo en lo que los Safdie también se han convertido en expertos. De Bunker también han heredado el estupor de la violencia. Es decir, el impacto de esa violencia seca, no espectacularizada, que también se da, y no poco, en Uncut Gems. Podríamos seguir tirando de ahí, y llegar hasta la más espectacular Heat (Michael Mann, 1995), película asesorada por Bunker, sólo para relacionarla con Ladrón (1981), del mismo Mann, que tiene, como Uncut Gems, un poderosísimo personaje central, aquel no menos inmenso James Caan, y luce una estética que a su vez también era una mezcla de suciedad setentera y sintes ochenteros, con Tangerine Dream como antepasados directos de Daniel Lopatin, alias Oneohtrix Point Never, que firma las bandas sonoras tanto de Good Time como de Uncut Gems.

    Podríamos seguir ad eternum con el juego de los referentes, pero concentrémonos en la película que nos ocupa, y en su epicentro: Adam Sandler, que posiblemente brinda la interpretación más memorable de su carrera. Él es Howard Ratner, un joyero judío del distrito de diamantes de Nueva York, endeudado hasta las cejas, y adicto al doble o nada, en un perpetua huída hacia adelante con la que bordea constantemente el abismo. Ratner puede parecer un personaje absolutamente despreciable –egoísta, ludópata y carente de escrúpulos–, que ya ha sido calificado con acierto de dickensiano (no diríamos lo mismo de su amante, la deslumbrante Julia Fox), pero no resulta nada difícil identificarse con él, en estos tiempos de frenética inseguridad, amén de que los Safdie saben muy bien cómo dibujar e inyectar humanidad hasta al más nimio de sus personajes. Como el Cosmo Vittelli de Cassavetes, Ratner es un endeudado contra las cuerdas, perseguido por sus acreedores, que se mueve en un entorno que exuda verdad gracias a la cámara nerviosa de los Safdie, que remite al estilo directo del documental, como a la galería de personajes, en buena parte sacados de la calle, con los que se cruza a lo largo de 135 minutos que se disfrutan con un nudo en el estómago. Los Safdie vuelven a demostrar que son maestros de ese ritmo adrenalínico (no por nada se les pasó por la cabeza un remake de Límite 48 Horas, clásico thriller a contrarreloj), que nos retuerce las entrañas, en una mezcla perversa de angustia y placer.

    Scorsese, que se sumó al proyecto como productor ejecutivo, tuvo que tener claro que hoy en día no hay nadie como ellos para recuperar el realismo sucio de los 70, y empaparlo en un humor lisérgico, profundamente contemporáneo que tampoco le es ajeno (recuérdese la magistral El lobo de Wall Street). Good Time y Diamantes en bruto forman una doble sesión imbatible para los que buscan thrillers realistas y trepidantes, pero también son películas esenciales para cualquier cinéfilo que se precie. Un retrato de tan honda humanidad como el que protagoniza Adam Sandler no se ve muy a menudo. Está de Oscar, aunque, claro, la pulcra, apolillada y conservadora Academia de Hollywood nunca le entregaría una dorada estatuilla a un marrano. Eso que se pierden.

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