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    Mirai, mi hermana pequeña
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Mirai, mi hermana pequeña

    Mirai, mi hermana pequeña

    por Violeta Kovacsics

    En una escena de Wolf Children, la madre de los pequeños y mutantes protagonistas está sentada en el suelo del salón cuando su hijo le pide que lo consuele y se acurruca en su regazo. La vida, el día a día y los afectos son exactamente esto, y Mamoru Hosoda los retrataba ya entonces con la sencillez de un plano centrípeto. La película relataba la dificultad de los pequeños, hijos de una humana y de un lobo, de encontrar su lugar en el mundo.

    Aquella película se instalaba en un lugar aparentemente imposible: el de la magia mezclada con la cotidianidad. Se trata, del mismo espacio que habita Mirai, mi hermana pequeña, otra película deslumbrante en su concepción del fantástico y entrañable en su relato de la intimidad familiar y del hogar. Mirai relata cómo un niño, Kun, recibe a su hermana recién nacida. El nuevo reparto del cariño, de los cuidados y, en definitiva, del tiempo por parte de los padres resulta insoportable para el pequeño, que solo podrá aprender a aceptar a su nueva hermana gracias a un viaje irreal. A través de una panorámica, el patio de la casa, presidido por un árbol majestuoso, se abre hacia el universo de la imaginación. Ahí, encontramos un ser mitad hombre mitad animal, que bien podría ser el perro de la familia; una hermana que ya no es bebé sino adolescente; y un abuelo motorista que ayudará al niño a aprender a montar en bicicleta. El fantástico sirve para esto: como aprendizaje, como toma de conciencia. El pasado familiar, el presente y el futuro de los hermanos se mezcla, en una película que versa, precisamente, en torno al tiempo, que pasa, modificando nuestras rutinas.

    Con Mirai, Hosoda se confirma como un cineasta excelso en su retrato de los espacios y en su capacidad de captar el día a día a partir de los conflictos aparentemente más nimios, hasta el punto que, pese a lo ostentoso de los momentos fantásticos, la grandeza de Mirai está en los gestos mínimos: en el llanto de un bebé y las quejas del niño, o en las reclamaciones de un hijo a su madre para que lo abrace.

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