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    Largo viaje hacia la noche
    Críticas
    3,5
    Buena
    Largo viaje hacia la noche

    Las apariencias no engañan

    por Carlos Losilla

    La segunda película de Bi Gan puede verse de dos maneras muy distintas. Por un lado, llega a extremos inconcebibles, también quizá insuperables, a la hora de dar nueva voz a una de las grandes tradiciones de la historia del cine moderno, a saber, la representación del sueño y el recuerdo. Por otro, lleva todo eso tan lejos que termina desbordándose a sí misma, cayendo en el extremo opuesto, precipitándose en una banalidad que no es más que una sublimación excesiva de sus propios logros. Obsesionado por superarse a sí mismo, por ampliar las fronteras en las que se había detenido con Kaili Blues, su ópera prima, Bi satura la imagen, fuerza el plano hasta lo indecible, construye un universo barroco que atrapa y fascina, pero a la vez queda finalmente prisionero de su propia ambición, encerrado en un universo autocomplaciente y claustrofóbico que finalmente no permite aquello que parecía proponerse: la circulación fluida de un pensamiento en imágenes en el que también esté incluida la audiencia. La historia de ese hombre que regresa a los lugares donde vivió una gran pasión amorosa, que intenta revivir todo aquello a través de una especie de violación mental de la realidad que la convierta en otra cosa, en una geografía en el límite de lo que piensa y lo que recuerda, de lo que inventa y olvida, se extiende a lo largo de dos horas y cuarto de gran belleza visual, pero también de una cierta vacuidad, de una serie de estrategias formales que se repiten una y otra vez hasta despojarse de cualquier sustancia, de cualquier sentido.

    No estoy denostando una película tan sugerente y atractiva como Largo viaje hacia la noche, una de las propuestas del último cine que más han ocupado mi mente en los últimos meses, que más me han obligado a replantearme determinadas ideas que daba por sentadas. Solo intento reconocer que hay algo en ella que me molesta sobremanera, aun procediendo de estructuras, de formas narrativas, de modelos de relato que se encuentran entre aquellos que más me atraen e interesan desde siempre. ¿Qué puede incomodarme, pues, de una película que hunde sus raíces en la tradición de Vértigo, la película de Alfred Hitchcock, y le da continuidad valiéndose del cine de Alain Resnais y Wong Kar-wai, entre otros muchos, o de una concepción del tiempo tan cercana a determinado cine negro como a un cierto pensamiento oriental que -lo confieso- a la vez me hechiza y se me escapa? En la segunda parte del filme, el protagonista entra en un cine y nos sumerge así -a partir de un largo plano-secuencia filmado en 3D y en forma de un sinuoso 'travelling' que atraviesa paisajes y objetos- en lo que quiere ser una reformulación de la actividad mental tal como puede filmarla una cámara. Mezcla de pasado y presente, de realidad y fantasía, lo que está buscando Bi es una manera de traspasar las apariencias y mostrarnos las capas de las que está compuesta, todo ello como punto de partida de uno de los ensayos filosóficos más atrevidos del cine contemporáneo. Sin embargo, lo que termina desplegándose ante nuestra mirada es otra mixtura, esta vez entre la voluntad de conseguir algo y la imposibilidad de hacerlo, de dar forma a esa nueva mirada siendo conscientes de que no se va a conseguir. En lugar de eso, Bi exhibe sus habilidades, convierte el plano en cuestión en una demostración de fuerza, cuando debería ser más bien una humilde confesión de impotencia.

    Pues si algo resulta bello, muy bello, en Largo viaje hacia la noche son precisamente esos momentos de duda, ese bascular en los límites y las fronteras, esa conciencia de habitar un lugar inexplorado y salvaje, de adentrase en una imagen mental: el modo en que se filma una sala de billares a la vez real e inventada, los movimientos de un cuerpo que se acerca a otro que a su vez quizá solo sea una figura imaginada, la conversación entre un hombre y un niño que puede que sean la misma persona, una silueta femenina vestida de verde que nos aguarda como si fuera el vigilante de un espacio ignoto que la cámara se dispone a inspeccionar… No obstante, en cuanto esa misma cámara empieza a hacerlo, tanto en la primera parte como en la segunda, tanto en dos dimensiones como en tres, adquiere una seguridad en sí misma que desbarata el planteamiento anterior: ya no nos interroga, sino que nos deslumbra, nos deja boquiabiertos, y nuestra capacidad de reacción para pensar esas imágenes se ve mermada por su obsesión por contentarnos, por vendernos una “experiencia inmersiva”, por darnos placer visual, que diría Laura Mulvey. Y, qué quieren que les diga, a estas alturas yo ya no le pido al cine ese placer, sino un pensar más amplio, más insólito, más sorprendente, que me lleve por otros lugares y no me deje en ninguno. Por eso, para mí, Largo viaje hacia la noche empieza siendo una invitación a ese mismo viaje, una promesa que me ilusiona y me conmueve, pero termina pareciéndose a esas otras películas en las que ya no me siento bien, quizá porque quieren hacerme sentir demasiado bien, ya sea el gran espectáculo hollywoodiense que no quiere ir más allá de sí mismo o la película de tesis sobre cualquier tema de moda o actualidad. El gran logro de esta segunda película de Bi Gan es proponer ese “largo viaje”. Su gran fracaso, en cambio, es darnos demasiadas certezas acerca de cómo emprenderlo. Bienvenida sea, en cualquier caso, por abrir espacios de verdadero pensamiento en un panorama cinematográfico cada vez menos proclive a ello.

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