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    Liberté
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Liberté

    Bajo ese sol negro

    por Philipp Engel

    Podría parecer una boutade que, de una película que se presenta como un catálogo de perversiones sexuales, se diga que brilla, sobre todo, por su luz. Pero es la realidad, al menos para este crítico. Rodada (casi) íntegramente de noche, en un desangelado bosquecillo del siglo XVIII, donde amos y sirvientes se libran a toda clase de sádicas excentricidades, la película destaca por el armónico equilibrio entre luz natural, la propia luna, y luz artificial, lograda con uno de esos night balloons, creando ocasionalmente un discreto baile de sombras equívocas. Menos iluminada sería un fracaso: no se vería absolutamente nada, el espectador se adormecería. Con un poco más de luz, la película perdería esa nocturnidad y alevosía que es su razón de ser, pues Liberté, en la línea de un Philippe Grandrieux, nos llega como una película sobre la noche como eclipse moral y como almohada sobre la que cabalgan sin freno nuestras fantasías oníricas menos confesables. Si la iluminación de Liberté no fuera un proeza, al menos sí se trata de un factor absolutamente decisivo, que hace que nuestros ojos se acostumbren a la falta de luz, o a la ilusión de esta carencia, descubriendo entre sombras la blancura de los cuerpos, en un estado de inevitable fascinación, que podría incluso llegar a entenderse como una metáfora de nuestra pasión por las salas oscuras. Es decir, por el propio cine, donde el espectador no puede, ni quiere, apartar la mirada de las luces que se agitan en la pantalla. El hipnótico espectáculo que se ofrece dista sin embargo de resultar placentero. Es más, se diría que se esfuerza en parecernos desagradable. Y sin embargo, una vez más, no podemos dejar de mirar. Quizás porque el sexo, como ningún otro tema, tiene todavía la capacidad de mantener vivas nuestras expectativas de algún tipo de culminación, aunque muy pronto, pese a que se alcanzan algunos clímax más bien escatológicos, queda claro que se trata más bien de una película sobre la insatisfacción. La prueba es que no aparece ni un solo sexo enhiesto mirando el cielo, y que los participantes masculinos de esta orgía sin alegrías se la pasan arremolinándose los genitales a modo de frustrante pasatiempo. Sade, bajo cuyo sol negro se desarrolla esta triste fiesta pagana, no tenía ese problema, aunque su manera, obsesiva y mecánica, de querer ir siempre más allá en sus experimentos también puede verse como una forma de desesperación. Y sin embargo, como el propio cineasta de Banyoles ha reconocido, el sentimiento de desolación que se desprende de la película, y que llega a su apoteosis en el hermoso plano final, quizás provenga de nuestra mirada contemporánea. Quizás ese pasado ya muy remoto, de intercambios frenéticos, nos llegue filtrado por este presente post sexual en el que la carne ha sido reemplazada por la ilusión de lo virtual. En el oasis libertino que rememora la película, no había pantallas entre el deseo y los cuerpos, ahora siempre hay al menos una que nos impide tocar, oler, besar. La intimidad de lo real podría haberse perdido para siempre.

    El choque de culturas entre pasado y presente también se manifiesta en el hecho de que, siendo sinceros, el despliegue de pirotecnia libidinosa, con Saló en el recuerdo, tampoco nos acaba de impresionar como tal, pues, en contraste con estos libertinos que, cernidos por el puritanismo, buscan un espacio donde liberar sus demonios eróticos, vivimos en un mundo en el que Google tiene todas las respuestas, y la pornografía resulta una mercadotecnia cansina, absolutamente desprovista de misterio y por tanto de interés, que, en sus diversas formas, está por todas partes, empezando por la omnipresente publicidad. Lo que Sade y sus acólitos libertinos anhelaban descubrir, hace mucho que a nosotros nos tiene completamente aburridos, al menos en el plano de la representación. En este contexto, sería incluso hipócrita calificar Liberté de artefacto provocador, de película pensada para arrugar la nariz del espectador bienpensante, que sin duda, por otro lado, tampoco dejará pasar la ocasión, en caso de que le llegue la noticia del estreno. Liberté es otra cosa. Antes fue obra de teatro, luego instalación, y ahora resulta que es un peliculón, porque, aunque se haya elaborado a partir de un dispositivo performativo, en el que Serra y sus tres cámaras documentan la acción, no deja de ser una construcción, la de una sola noche a partir de la media docena, o así, que duró el rodaje, y por tanto es ficción. Una ficción que, en su despojamiento (el esbozo de trama no tarda en desaparecer, para dar pie a una simple concatenación de situaciones), parece pensada para devolvernos la experiencia del cine primigenio. Aunque la película es en color (no nos olvidemos de esas cabinas, en las que los nobles han llegado al lugar, que son otros puntos de luz que nos arrojan los colores vistosos de los vestidos de época), la recuerdo en plateado blanco y negro, como si fuera un Todd Browning, mezcla de Drácula y de Freaks. Sirva esta última anécdota, desde luego que caprichosa, para ilustrar que si la propuesta nos deja mal cuerpo –ese mal cuerpo tan profundamente contemporáneo–, la experiencia se revela gratificante, incluso emocionante, pues certifica la supervivencia de un cine libre, y sobre todo absolutamente inmersivo (como lo fue para los espectadores de antaño, que no miran el móvil a media proyección), en parte por su capacidad de llevarnos por la senda de lo imprevisible. Y además demuestra que Serra no se ha dormido en los laureles, que todavía le queda inventiva, para seguir explorando y experimentando.

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