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    The Gentlemen: Los señores de la mafia
    Críticas
    3,5
    Buena
    The Gentlemen: Los señores de la mafia

    Una de las nuestras

    por Marcos Gandía

    Tras sus divertidas vacaciones pagadas en una Camelot que parecía el camping campestre de los gitanos manguis de Snatch, cerdos y diamantes (la incomprendida Rey Arturo) y en los decorados digitales de EuroDisney (la fallida Aladdin en imagen ¿real?), Guy Ritchie hace eso que Alfred Hitchcock bautizó como un “run for cover”: un volver a lo que sabes hacer, a lo que te ha funcionado siempre, a la fórmula eficaz. Ese refugio, zona de confort, es en el caso del autor de Lock & StockRocknRolla el poliédrico y coral film de gánsteres. Un lumpen criminal que diríase el de las novelas de Charles Dickens… y aquí, en The Gentlemen: Los señores de la Mafia, uno de los personajes se refiere explícitamente al proleta Bill Sykes de Oliver Twist. Delincuentes de poca monta, hechos a sí mismo, que mantienen a pijos aristócratas que son, moralmente, peores que ellos. El sempiterno código entre ladrones que se ejemplifica en las normas que el personaje de Matthew McConaughey (que no deja de ser el hijo del arroyo tratando de ser uno de los de la élite) recita en la apertura y en el final del film; o mucho mejor en la ética y el pragmatismo noble de ese entrenador que encarna una excelente Colin Farrell.

    Y sí, esta es la “sempiterna” película de Guy Ritchie, su “run for cover” que tiene un cerdo (y menudo uno: desde el de Black Mirror que no tenía tanto peso dramático un miembro de la raza porcina británica), algún diamante, y mucha, mucha marihuana. Y es también una de sus mejores películas, no solamente por cómo es capaz de explicar diversas historias cruzadas, de dar entrada y salida a todos los personajes de esta tragicomedia isabelina (El Mercader de Venecia, para ser más exactos), sino porque toma un punto de vista insólito en el opus del autor de los dos últimos steampunk Sherlock Holmes: el metalingüismo. The Gentlemen: Los señores de la mafia es desde su comienzo à la Scorsese una narración que nunca sabemos si es verdad o si es mentira ya que su narrador (Hugh Grant, el verdadero señor y rey de esta función coral) cambia de puntos de vista, inventa, miente, retrocede, recula, rectifica  e improvisa. Una narración… o una película (con grano, en formato visual clásico, con sus giros de guión y su final ¿abierto a una secuela?), que es exactamente lo que acaba siendo todo: un film en la cabeza de alguien explicado y puesto en imágenes ante nosotros, los espectadores, siempre por detrás de ese demiurgo de la ficción. O de la realidad. La realidad Miramax o la de YouTube, claro.

     

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