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    Fahim
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Fahim

    Juego de reyes

    por Marcos Gandía

    Basada en una historia real, Fahim no es solamente una de esas películas francesas que exprimen (como llevan haciéndolo desde hace décadas) la mala conciencia y la nostalgia del paternalismo colonialista que todo chovinista de izquierdas y liberal intenta camuflar con producciones que dejen a todo el mundo satisfecho, contento, feliz y sin remordimientos. Sí, el protagonista de esta amable y conciliadora película viene huyendo de la hambruna, la injusticia y etcétera, etcétera de Bangladés, pero para una cinematografía buenrrolista como la francesa eso es lo de menos. Lo que les importa es hacer de su joven prodigio en el ajedrez, inmigrante que junto a su padre se busca la vida en un París que repentinamente deja de ser hostil (lo de la sombra de la ultraderecha en Europa y la nación de Marie LePen aparece como un apunte casi de cuento de hadas) para mutar en esa villa inventada que engendretes como la Amélie de Jean-Pierre Jeunet parecen haber perpetuado incluso en un (supuesto) cine social, un patito feo que deviene cisne.

    Por mucho que se nos machaque durante todo el metraje con citas del maestro ajedrecístico Gary Kaspárov (interesado fugitivo del “terror” rojo) sobre si en el juego (la vida, claro) existen piezas que gozan del privilegio de poder moverse libremente (¿se puede ser más naíf al intentar hacer un símil sobre la emigración?) mientras hay otras que están hechas (vaya: la predestinación como asunción clasista) para moverse con cautela, para ir paso a paso intentando no ser desaparecer (perecer) en el envite (la dura partida de la vida; del ajedrez). Todo, sí, demasiado evidente, pero es que el cine de este tipo que nos llega del norte de los Pirineos (véanse IntocableEspeciales y decenas más) peca de este buenismo y de una incapacidad para moverse en una dureza (una realidad) sin acabar claudicando con un mensaje y un cierre esperanzador.

    Fahim, el nuevo largometraje de un discreto actor y discreto director, Pierre-François Martin-Laval, no es cine social. Sus calles parisinas no son un tablero metafórico de lucha de clases, sino el escenario de fábula amable de este chaval, este refugiado de Bangladés de 11 años, cuyo sueño es ser parte del sueño de la sociedad del bienestar (Francia, Europa) coronándose como campeón nacional de ajedrez. Mientras, su padre, el verdadero personaje de interés, quien de verdad choca con la realidad, queda como un secundario de lujo, “el padre del artista”, por detrás incluso de un Gérard Depardieu que va a lo suyo. Como gesta deportiva (el ajedrez lo es) que premia al débil para adoptarlo como propio, la película cumple y cumple muy bien. Es paternalista, es muy conservadora, pero acaso eso sea lo máximo que nuestra acomodada sociedad puede permitirse hoy día.

     

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