Caza de brujas parte de un tema poderosísimo. Incómodo. Actual. De esos que obligan a posicionarse, o al menos a revisar certezas. El problema es que la película parece más interesada en demostrar lo lista que es que en contar una historia que te atrape emocionalmente. Y ahí, poco a poco, se va enfriando.
Hay un tono pedante en muchos diálogos que acaba pasando factura. Es un tono reconocible, por desgracia: ese de ciertos discursos universitarios que suenan más a exhibición moral que a conversación real. Entiendo que hay una voluntad de retratar ese ambiente —y en ese sentido no es falso—, pero el resultado termina siendo agotador. Más que acercarte a los personajes, te empuja a mantenerlos a distancia.
El mayor problema es que cuesta implicarse. El guion no te ofrece un punto de anclaje claro, ni emocional ni ético. Juega deliberadamente a no decir qué ocurrió exactamente, dejando huecos para que el espectador “debata”. Es una tendencia muy actual, sí, pero aquí se siente más como una coartada que como una decisión narrativa sólida. En lo personal, no tuve dudas sobre a quién creer —la víctima—, pero la película parece demasiado preocupada por no mojarse.
Dicho eso, hay luces. Ayo Edebiri está magnífica. Su personaje, Maggie, tiene verdad, tiene fisuras, y es probablemente el rostro más humano de toda la historia. Cada vez que la película se acerca a ella, mejora. Se nota que hay una actriz con un talento enorme y una presencia que no necesita subrayados.
Julia Roberts cumple con solvencia —muy bien, incluso—, pero ni su trabajo consigue tapar la sensación de artificio que sobrevuela todo el relato. Hay momentos logrados, atmósfera, buenas interpretaciones… pero el conjunto se siente más frío de lo que debería para un tema que exige precisamente lo contrario.
Una película ambiciosa, provocadora en intención, pero que acaba alejando más de lo que acerca. Da que pensar, sí, pero deja poco poso emocional.