La tienes que ver al menos una vez en la vida.
'Arrástrame al infierno' es de esas películas que provocan una relación de amor-odio inmediata: sabes que tiene más debilidades que virtudes, pero aun así no puedes dejar de disfrutarla. Sam Raimi intenta recapturar esa magia grotesca y exagerada que tan bien le funcionó en Posesión infernal, aunque aquí el resultado no termina de ser del todo redondo.
Uno de los principales problemas de la película son sus efectos especiales. Incluso comparando con los años 80, cuando el cine de terror buscaba impresionar con trucos prácticos, los efectos de Arrástrame al infierno se sienten un poco forzados, un intento evidente de realismo que a veces provoca más risa que miedo. Aun así, hay un encanto en esa imperfección: se percibe el esfuerzo detrás de cada escena, y en ciertos momentos, funcionan.
La trama sigue los cánones clásicos del terror: maldiciones, brujas, posesiones y la lucha de la protagonista por lidiar con un enemigo implacable que no deja respiro. Sin embargo, la película se centra tanto en la acción sobrenatural que olvida profundizar en la mitología del demonio que la acecha. Conocer un poco más de su historia, de su existencia o de su propósito habría dado mucho más peso a la narrativa.
Alison Lohman se lleva gran parte del mérito: su interpretación es convincente, creíble y llena de fuerza frente a la cámara. El resto del elenco cumple su función como soporte de la historia, pero está claro que la película gira en torno a ella.
Hay escenas memorables que rozan lo ridículo –la del yunque es un ejemplo– y que rompen la tensión con un humor involuntario, casi recordándote a una parodia a lo 'Scary Movie', aunque como comedia de terror, funciona bastante bien. No obstante, lejos de arruinar la experiencia, contribuyen a ese sabor agridulce que hace que quieras volver a verla.
En definitiva, 'Arrástrame al infierno' no es perfecta y difícilmente será tu película de terror favorita, pero es de esas que hay que experimentar al menos una vez. Tiene momentos de terror genuino, actuación sólida y un estilo muy particular que solo Sam Raimi sabe imprimir: exagerado, divertido y un poco caótico.