No es la típica película de vampiros con litros de sangre o sustos fáciles. Tomas Alfredson se mete en un terreno mucho más incómodo: la soledad, el bullying y la violencia cotidiana. Lo hace con una calma rara, que mezcla belleza con algo que incomoda desde el primer minuto.
La historia sigue a Oskar, un niño al que machacan en el colegio, y a Eli, la vecina que guarda un secreto oscuro. Entre los dos surge una relación rara, mitad amistad y mitad algo más turbio, que funciona porque se siente honesta y sin adornos.
El paisaje sueco no es solo un decorado, es parte del ambiente. Ese frío helado y el silencio te meten en la cabeza del protagonista, y cuando la violencia estalla, lo hace con más fuerza. Alfredson juega muy bien con lo que enseña y lo que deja fuera, y ahí la película gana muchísimo.
Los jóvenes actores, Kåre Hedebrant y Lina Leandersson, están enormes. Se nota que no es fácil dar vida a personajes así, pero lo hacen sin caer en exageraciones. Ella, sobre todo, consigue que Eli sea dulce y aterradora al mismo tiempo.
Es una peli que remueve. Asusta, sí, pero también emociona y hace pensar. Más que un simple filme de vampiros, es una mirada sobre la infancia y la necesidad de encontrar a alguien que te vea tal como eres. Al final te deja frío por fuera y tocado por dentro.