Buena película esta de los aclamados, y ahora muy taquilleros hermanos Coen, en efecto, pero continúo sin paladear este año esa película magistral, perfecta, a la que no quitaría ni añadiría una sola coma. Los Coen dirigen con extraordinaria competencia, y sin duda ofrecen un final de película que retuerce los códigos del género e introduce su crepuscular western en una dimensión diferente, mucho más poética, con imágenes llenas de un lirismo desbordante y triste. En realidad ofrecen el mcguffin del castigo y la venganza para hablar de algo que parece interesarles bastante más: la fragilidad de los sueños, el inexorable paso del tiempo y la maduración emocional de una niña (prodigiosa Hailee Steinfield) que ha de elaborar una pérdida trágica y restituir la figura paterna. Un viaje hacia el crecimiento personal macerado por el dolor y la muerte. Los modelos de identificación ofrecidos por un enorme Jeff Bridges y un correcto Matt Damon son arquetipos contrapuestos, y ambos logran que la mirada vengativa de la inocencia se tiña con algo de matices, pero no demasiados, y eso tal vez sea lo que más se echa en falta en ciertos momentos de la película, una mayor profundización en algunos aspectos que tan solo quedan apuntados o ligeramente esbozados. Pero la narración cuenta con algún momento antológico, con secuencias de gran tensión y, como dije, un final apoteósico y brillante. Las referencias al original están muy atenuadas por la inexorable sombra del clásico de Eastwood, “Sin Perdón”, cuyo patrón de realismo sucio parece de obligado cumplimiento para cualquier western posterior a su cátedra. El homenaje es explícito en determinados planos de la cinta, como también es innegable la deuda del tramo conclusivo con “La noche del cazador” de Laughton. Así pues, un excelente trabajo de los Coen (otra muesca más en su revólver de gran cine), que se aparece como infinitamente superior a otras candidatas para hacerse con la preciada estatuilla de mejor película durante la próxima gala de los Oscar.