André Wilms y Marcel Marx vuelven a la vida después de transitar las imágenes en
blanco y negro de "La vida de bohemia", el filme rodado por Aki Kaurismäki en 1992.
El actor André Wilms es una presencia recurrente en la obra del cineasta finlandés,
pero en aquella película centrada en la relación entre un escritor francés frustrado, un
compositor irlandés sin suerte y un artista albanés indocumentado, encarnó al primero
de estos tres personajes, alguien que acepta su destino a la manera bohemia de entender
la vida y se gana unos cuantos francos recogiendo botellas vacías.
No ha cambiado mucho su suerte casi dos décadas después. El Marcel Marx de 'Le
Havre', bajo el rostro igual de cansado e igual de lúcido de Wilms, sigue en el mismo
estado bohemio en el que fue dejado tantos años atrás. Ahora vive en Le Havre, ciudad
portuaria, centro neurálgico normando. No recoge botellas de cristal sino que se gana el
sustento como limpiabotas, que es un trabajo que le permite sentirse cerca del pueblo,
de los suyos, y no habita solo o en compañía de otros como él, sino que se ha casado
con una enfermera a la que da vida la antigua y memorable chica de la fábrica de
cerillas, Kati Outinen.
Las películas de Kaurismäki remiten unas a otras, como ocurre con todos los grandes,
con Bergman y Ford, con Hitchcock y Hawks, con Vidor y Chaplin, con Lynch y
Godard, con Ray y Eustache, con Ozu y Jarmusch. Así que el carácter efusivo de (solo)
algunos momentos de "La vida de bohemia", filtrado por la nueva luminosidad plástica
y afectiva que surge con 'Un hombre sin pasado' y 'Luces al atardecer', dan como
resultado esta nueva forma de cine popular que es 'Le Havre', una historia que va de lo
cotidiano y realista a lo social y pragmático-humanista (la presencia de un inmigrante
ilegal africano, la solidaridad de la clase obrera), de lo humorístico según el ideario
del cineasta a lo caricaturesco: Jean-Pierre Darrousin, liberado del yugo Guédiguian,
más cómodo en el puerto de Le Havre que en el de Marsella, compone la figura de un
inspector de policía que parece recién salido de un cartoon por su atuendo y gestos.
No hay filme de Kaurismäki sin un viejo rockero a reivindicar –aquí la banda Little
Bob y su líder de tupe encanecido, Roberto Piazza, natural de Le Havre–, sin el
concurso del perro Laika y sin la presencia-chiste de Jean-Pierre Léaud, que en este
caso se reserva el papel, en las antípodas del enamoradizo Antoine Doinel, de un hosco
representante del sistema represivo que denuncia a los ilegales en la estación de tren.
A favor: La luz, la solidaridad, la forma de filmar a las gentes, el sentido del humor.
En contra: Que Kaurismäki no ruede más a menudo.