La pones y enseguida sabes de qué va. No por el argumento, sino por la sensación: gente joven, desubicada, tirando como puede, con humo, ruido y ganas de algo que ni ellos saben nombrar. Mensaka no presume, no explica, solo deja que mires. Y eso la hace especial.
Todo parece improvisado, aunque no lo sea. Los personajes no hablan “de guion”, hablan como la gente que conocías entonces. Trabajos de mierda, parejas que duran lo justo, noches de cerveza barata y resacas morales. Lo ves y te reconoces, aunque hayan pasado décadas.
Tristán Ulloa está perfecto, igual que Laia Marull o Gustavo Salmerón. No van de estrellas, solo de personas. Y eso, en una peli española del 98, ya era un milagro. Nadie busca gustar; simplemente están, respiran, se equivocan.
Visualmente tiene ese toque sucio y nervioso que da gusto. No es bonita, ni falta que hace. La cámara parece otra más del grupo, sin saber adónde va. Y la música, entre el rock y el desencanto, acaba siendo el pegamento que lo une todo.
No será redonda, pero tiene alma. Y eso hoy se echa de menos. Es una peli que no grita, que observa. Y cuando termina, te deja pensando que, al final, todos fuimos un poco mensakas alguna vez.