Los Últimos Días (España, 2013), de Alex y David Pastor.
Para su segundo largometraje, los hermanos Pastor han regresado a España, donde no pudieron rodar su opera prima Infectados (Carriers, USA, 2009), pues ninguna productora española quiso financiarla. Como nadie es profeta en su tierra, viajaron con su guión a la meca del cine, donde tuvieron su oportunidad y rodaron una modesta pero atractiva producción con el actor, entonces en alza, Chris Pine, encabezando un solvente reparto, cuyos personajes se desenvuelven en un mundo donde un virus letal ha acabado prácticamente con la vida en la tierra y cuatro jóvenes tratan de llegar a una playa en el golfo de México, que evoca la infancia de los dos protagonistas, símbolo de refugio y de vida, ante el estado de las cosas.
En este segundo largo, los hermanos Pastor insisten en el relato itinerante por un universo apocalíptico. Ahora bien, frente a la anterior película, que recorría espacios naturales y grandes carreteras, con parada en alguna pequeña ciudad, Los últimos días es una película radicalmente urbana. Transcurre íntegramente en una Barcelona igualmente post-apocalíptica, con algún salto atrás en el tiempo, necesario para explicar reacciones en el presente, un poco al estilo de la serie Perdidos (Lost, ABC, 2004-2010), de quien hereda esa narración fragmentada, combinando dos tiempos cronológicamente diferentes. Se trata de una Barcelona de lugares reconocibles, cuya recreación del desolador paisaje posee un enorme poder de convicción. Esta vez la enfermedad que diezma la vida en la tierra se llama Pánico, una alegoría de la crisis económica que atraviesa Europa y que se ceba con nuestro país. Se trata de un contagio colectivo, una especie de agorafobia en masa. La gente no puede salir al exterior, de modo que la vida se reconduce al metro, las alcantarillas, iglesias o enormes edificios de oficinas que otrora eran valuarte del capitalismo más salvaje. Las familias viven pertrechadas en sus casas, en economía estricta de subsistencia. Los políticos piden calma y reiteran en los medios que “no pasa nada”, frente a la evidencia palpable en la calle. Los tertulianos agoreros cansinamente efectúan una y otra ves sus sensacionalistas profecías en los medios, justo antes de que estalle todo.
Los protagonistas de la historia son Marc (Quim Gutiérrez) y su novia Julia (Marta Etura). Han discutido cuando el mundo se desmorona, debido al embarazo de ésta y no han podido hablar para arreglarlo. En medio de la incomunicación que preside el nuevo (des)orden, él la busca desesperadamente. Para ello necesita a Enrique (José Coronado), un despiadado ejecutivo contratado por la dirección de la empresa donde trabajaba Marc, para reducir plantilla y apretar a los trabajadores para conseguir resultados a cualquier precio. Ambos se convierten en aliados a su pesar, deambulando por el caótico universo, monumento a las consecuencias de la ambición y de las neuróticas actitudes del ser humano. Esto ya se veía venir, pero no hemos querido darnos cuenta, dirá en un momento determinado Enrique, personaje al que Coronado otorga una interpretación sensacional, muy humana, fruto de una sabia evolución del personaje (pasa de la mezquindad más absoluta, a confesar su miedo a morir sin que nadie se entere), muy bien desarrollada desde el guión, obra igualmente de los hermanos Pastor.
La caótica secuencia que transcurre en la estación de Sants, a la que llegan los protagonistas caminando por las vías del metro, mostrada por los realizadores abriendo a plano general, con esas tiendas de campaña, tendidos de ropa y la gente agolpada, robándose y matándose unos a otros, realmente impresiona. La persecución que emprenden los dos protagonistas de un joven escurridizo que les roba el imprescindible GPS, está rodado con un fascinante dominio del espacio, donde la cámara se desplaza con notable agilidad entre la muchedumbre de Sants. La lucha con el oso en una iglesia, símbolo de retorno al primitivismo ancestral, está bien resuelta, aunque de un modo demasiado similar al enfrentamiento final con el cocodrilo gigante en la excelente monster movie, El territorio de la bestia (Rogue, Australia, 2007), de Greg Mclean. La escena que transcurre en el centro comercial Gran vía 2 de Barcelona da una excelente medida de cómo el mundo tal y como lo conocemos, se ha terminado y la vida se convierte en una constante lucha por la supervivencia en el sentido mas Darwiniano del término.
Los hermanos Pastor se toman su tiempo en la progresión dramática de la historia. No pretenden abrir el relato con una secuencia artificialmente grandiosa, ni impresionar o apabullar a lo largo del mismo con un cansino despliegue de efectos digitales. Nos piden a los espectadores que hagamos un acto de fe enorme en las reglas del juego que proponen. Muchos no estarán dispuestos a ello y estarán en su derecho. En cualquier caso, la honestidad de la propuesta y el esfuerzo desplegado por sus realizadores merecen ser correspondidos. A cambio, disfrutaremos del talento que rezuman los realizadores, en una historia de modales clásicos y narración solvente, que aporta reflexiones necesarias en los tiempos de incertidumbre que recorremos.