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    La mujer de Negro. El ángel de la muerte
    Críticas
    2,0
    Pasable
    La mujer de Negro. El ángel de la muerte

    Jennet Humfrye sigue ojo por ojo

    por Daniel de Partearroyo

    A finales de la década pasada, la legendaria Hammer Films intentó salir del ataúd donde descansaba aturdida desde los setenta volviendo a participar en diversas coproducciones de calidad renqueante y algún que otro acierto puntual como el remake de Déjame entrar dirigido por Matt Reeves. No obstante, fue la resultona La mujer de negro (2012), adaptación de terror gótico sobre una novela de Susan Hill con Daniel Radcliffe como protagonista, la jugada ganadora que trazó un posible plan de resurrección para la productora. Era un filme de fantasmas a la vieja usanza, sencillo, con ambientación sobrecogedora y factura clásica, pero generoso en su ración de sustos artificiosos al gusto del público actual. La historia del espíritu asesino de Jennet Humfrye quedaba bien atada al final, pero un poco esperado éxito de taquilla propició la rápida puesta en marcha de esta secuela, en la línea esperable de quienes en su día confeccionaban sin parar nuevas aventuras de Drácula, el monstruo de Frankenstein o la Momia.

    La mujer de negro: El ángel de la muerte hace el esfuerzo de distanciarse de su predecesora saltando en el tiempo hasta la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, pero a partir de ahí cae en el calco más o menos indisimulado de los elementos principales de la película anterior. En esta ocasión, el ominoso caserón de Eel Marsh House —cuya atractiva localización en medio de unas neblinosas marismas vuelve a ser incomprensiblemente desaprovechada con ahínco en términos de desasosiego atmosférico— recibe la visita de una joven maestra (Phoebe Fox, bien entonada en su papel) y una directora de colegio con un grupo de niños huérfanos a los que pretenden poner a salvo de los bombardeos del Blitz alemán. El problema, claro está, es que por Eel Marsh sigue vagando el fantasma de Jennet Humfrye, quien se pirra por incitar al suicidio inmediato a los niños en cuanto le echan el ojo. Así irán cayendo uno tras otro, mientras la maestra sigue los mismos pasos que Radcliffe años antes.

    La mínima innovación argumental no tendría por qué ser objeto de reproche inmediato, de no ser por cómo el director Tom Harper, con varios episodios de Misfits y Peaky Blinders en el currículum, demuestra ser mucho menos habilidoso que su antecesor James Watkins a la hora de dar frescor formal a ideas redundantes. En concreto, su absoluta pleitesía a los jump scares, esa modalidad de sobresalto visual que se consigue bombardeando al espectador con golpes de sonido precedidos de silencio en la banda sonora, alcanza niveles ofensivos. Como si los propios responsables del filme reconocieran lo endeble que es el material de base y decidieran trufarlo de impactos aleatorios para darle mayor prestancia. Una operación de señuelos que al piloto interpretado por Jeremy Irvine quizás le sirva para engañar a los bombarderos alemanes, pero que a nivel narrativo no hace sino desvirtuar su ejecución, tan predecible como perezosa.

    A favor: El potencial de Phoebe Fox.

    En contra: La enervante cantidad de sustos manufacturados con golpes de sonido.

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