Hay películas que llegan con tanto ruido previo que parece que van a marcar una época, y al final quedan como una nota al pie. Eso me pasó con La playa. Tardé 25 años en verla porque nunca me llamó la atención, pese a que Danny Boyle me había fascinado con Shallow Grave y Trainspotting. Y, cuando por fin la vi, entendí que no me había perdido gran cosa.
La película arranca con fuerza, con esa atmósfera de viaje iniciático y con Leonardo DiCaprio en pleno boom de fama tras Titanic. Pero pronto se convierte en algo que no sabe lo que quiere ser: a ratos videoclip de lujo, a ratos thriller tropical, a ratos alegoría social. En ninguno de esos terrenos llega a cuajar del todo.
Lo visual es, sin duda, lo más trabajado. Boyle siempre ha tenido ojo para la puesta en escena y la fotografía de los paisajes tailandeses deslumbra. También ayuda la banda sonora, que se convirtió en lo más recordado de la cinta. Sin embargo, esa estética no basta para tapar un guion disperso, que promete reflexionar sobre utopías y comunidades perfectas, pero se queda en frases huecas y giros poco inspirados.
DiCaprio aguanta el tipo, aunque su personaje nunca termina de definirse. Más que un protagonista con conflicto real, parece un vehículo para recorrer escenarios bonitos. El resto del reparto apenas deja huella, lo que acentúa esa sensación de superficialidad.
El mayor problema es que, al final, la película transmite vacío. Todo está envuelto en un aura de gran aventura trascendental, pero lo que queda es un “quiero y no puedo”. Se disfruta a ratos por lo visual y por la música, pero se olvida rápido y, en mi caso, confirma que mi intuición de no correr a verla en su día fue acertada.