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    El tesoro
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    El tesoro

    Los trámites de la aventura

    por Gerard Casau

    Justo al inicio de El tesoro, un padre está leyéndole un cuento a su hijo. En ese momento, un vecino llama a su puerta, primero con la intención de pedirle prestado dinero para pagar una apremiante hipoteca; luego, con una oferta para asociarse e ir juntos a la búsqueda de un tesoro que, supuestamente, su abuelo enterró años ha en la casa familiar. Así, con una simple conversación, la película de Corneliu Porumboiu pasa de un registro cotidiano y casi dramático, por el que planea la sombra de la crisis y la precariedad, a plantarse en un terreno colindante con la aventura; una peripecia potencial no muy distinta de esas fábulas que el protagonista explica a su vástago para alimentar su imaginación y ayudarle a conciliar el sueño.

    Pero, ¿es El tesoro cine de aventuras? En cierto modo, si nos acercamos al género por una esquinada puerta trasera. Del mismo modo que Alfred Hitchcock quiso mostrar, en Frenesí, que cometer un asesinato era una acción fatigosa y llena de inconvenientes, Porumboiu hace chocar un deseo excitante (“¡vamos a buscar un tesoro!”) con el muro de una realidad bastante menos emocionante. Antes de salir a por el oro y las gemas, la improvisada pareja ha de realizar una serie de trámites: acordar un día, buscar alguien que les alquile un detector de metales, informarse sobre los pasos a seguir en el caso de encontrar algo susceptible de ser considerado patrimonio histórico por el gobierno de Rumanía... Gajes legales que tienen su contrapartida en aquellos espabilados que habitan los márgenes del sistema y están dispuestos a hacer el trabajo de manera extraoficial.

    Cuando, tras todos los prolegómenos, llega por fin el momento de explorar el terreno y ponerse manos a la obra, El tesoro dilata el clímax en un cúmulo de esperas, puntuadas por el cómico sonido que emana de los detectores de metales, instrumentos que nadie parece saber exactamente cómo funcionan, y la lacónica tensión que se va creando entre los personajes a medida que pasan las horas y decae la luz solar. Finalmente, cada paletada de tierra parece ir en busca del relato que las generaciones precedentes abandonaron en ese suelo, imbricadas de una manera u otra con la historia del país, y funcionan como un reflejo deformante de la gestación de la propia película. Adrian Purcarescu, el actor que encarna al vecino deseoso de encontrar el botín, es en realidad un cineasta  cuya obra fílmica quedó inacabada por falta de liquidez. La intención inicial de Corneliu Porumboiu era retratar documentalmente a su amigo, y ayudarle a completar su proyecto truncado. Pero cuando este le contó la historia de su bisabuelo, y de la supuesta fortuna que escondió a los comunistas, los mimbres de la ficción fabuladora empezaron a hilarse con la nitidez de formas que caracteriza al autor de Politist, Adjectiv.

    Con toda su parsimonia, el soterrado espíritu aventurero de El tesoro no priva al espectador (ni a los personajes) de un hallazgo-acontecimiento que, eso sí, toma una forma imprevista, haciendo que el botín sea juzgado como decepcionante por las miradas infantiles, aquellas que saben realmente lo que debería ser un tesoro. Esto lleva a director y protagonista a tomar cartas en el asunto y forzar un epilogo que debe actuar como final feliz, y que nos aparece cargado de retranca. La misma de la que hace gala el grupo esloveno Laibach, que pone punto y final a la aventura con su versión gloriosamente marcial del clásico Life is Life de Europe.

    A favor: La gran cantidad de matices que esconde su aparente sencillez.

    En contra: Que el peculiar sentido del humor de Porumboiu sea la excepción y no la norma en el cine rumano que triunfa en los festivales.

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