Blue Jay me ha tocado más de lo que esperaba. La vi pensando que sería otra historia íntima en blanco y negro, de esas que te hablan al oído… pero al final acabé sintiéndome demasiado cerca de Jim. Ese tipo que intenta sonreír, que recuerda cosas que casi duelen, que no sabe muy bien dónde colocar las manos cuando aparece alguien que fue toda su vida. A veces cuesta verse en la pantalla, pero aquí me he visto demasiado.
La película tiene algo extraño, muy sencillo pero a la vez muy profundo. No pasan grandes cosas, no hay giros ni fuegos artificiales. Son solo dos personas hablando, entrando sin querer en un terreno que creían enterrado, abriendo cajas que no deberían abrir. Pero es justo ahí donde está la magia: detalles pequeños, gestos que dicen más que cualquier diálogo, silencios raros, miradas que te dejan clavado. Sarah Paulson está increíble; tiene esa forma de mirar que te desmonta sin esfuerzo. Y Duplass… joder, duele verlo. Duele bien.
Hay escenas que parecen nada, pero te remueven. Cuando se ríen como si aún tuvieran diecisiete años. Cuando se paran de golpe y se dan cuenta de que no son esos adolescentes. Cuando aparece el pasado de verdad, el de verdad, no el bonito. Ahí es cuando la película te agarra. No por nostalgia barata, sino porque todos hemos idealizado alguna vez a alguien, o a un “yo” que ya no existe. Y cuando la realidad aparece… pues eso, te deja sentado sin saber muy bien qué hacer.
El blanco y negro le va perfecto. No como pose indie, sino como esa niebla suave que se te queda cuando recuerdas cosas que te marcaron. Y la canción final de Bill Callahan… madre mía. Eso ya es golpe directo al pecho. No sé si es bonito o cruel, pero funciona de una manera brutal.
Blue Jay es pequeña, sí. También es honesta, frágil, limpia y jodidamente real. A mí me ha dejado con ese nudo raro entre la garganta y el estómago, pensando en todo lo que no vuelve, en lo que pudo ser, en lo que no será. Pero también en lo que significa haber querido así alguna vez.