Película Inglesa del , denuna duración de 135 minutos, con valoración personal de 7/10, bajo dirección del australiano de Melbourne Michael Gracey, y guionistas Oliver Cole y Simon Gleeson, con un presupuesto de 110 millones dollars.
Buena película en un singular biopic de la vida artística del showman Robbie Williams, ante un personaje osado, provocador, egocéntrico, y autodestructivo, que entretiene y da espectaculo en este seudo musical de la ambición de su vida de esta famosa estrella británica de los noventa. Estratégicamente bien planteado que el personaje sea un chimpancé humanizado, ante que el metraje no entre del todo, en un tópico más de el cantante autodestructivo en vida familiar y consumido por las drogas por su profesión. Ser un animal engaña al ojo en una narrativa mil veces repetida de famoso artista.
En esta acelerada historia es un aciertoque no deja respiro al espectador, pero también cae en el error al pasar por encima de la vida del cantante de manera continua, ninguno de los personajes secundarios tiene peso. Algunos entran y salen de manera abrupta de su vida, y los reencuentros carecen de la fuerza emocional suficiente como para causar algo más que simple apatía, un ingrediente más de este Revolution explosivo constante de sentimientos y desazón. Falta consistencia y solidez, capas de amor por aquellos que rodean la vida Williams y que, ni tan siquiera en el caso de sus compañeros de Take That, pasan de ligero esbozo, o la abuela que es el punto emocional de Apollo de su vida.
El único detalle importante del guión es que la película no brinda referencias temporales claras, salvo en momentos específicos donde aparecen los años. Para quien no sea un fanático de la cultura pop de esas décadas, esto puede generar confusión.
Técnicamente el meteaje no se queda atrás. La edición es merecedora de cualquier premio y la fotografía, sin ser extraordinaria, juega con un detalle interesante: los conciertos se muestran con un estilo visual que imita las grabaciones originales de la época, lo que añade una capa de autenticidad a la experiencia.
A esto se suma el despliegue visual y sonoro de la película. Las coreografías y los números musicales son espectaculares, como era de esperar de Michael Gracey, quien ya demostró su maestría en El Gran Showman. A pesar de las dudas iniciales sobre el uso de CGI para el mono, este recurso se integra sorprendentemente bien en la narrativa, aportando una dimensión única a la historia. Incluso en su apoteosis final, con una canción que ni siquiera pertenece a Robbie Williams, la película logra emocionar y ponerte los pelos de punta.
Aunque es un filme sobresaliente, no está exenta de ciertos problemas. En el último acto, la narrativa entra en un terreno más melodramático, dejando un poco de lado el dinamismo del musical y el entretenimiento que había predominado en la primera
Este cambio puede sentirse algo repetitivo, ya que vemos cómo Robbie va perdiendo, una por una, a las personas importantes de su vida. Si bien este enfoque tiene justificación narrativa, llega a resultar agotador en algunos momentos, pero merece la pena pasar por todo esto gracias a un final tan emotivo como brillante.